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“Todavía hoy el color de piel se correlaciona con el lugar que uno ocupa en la jerarquía social”

ENTREVISTA: EZEQUIEL ADAMOVSKY

RACISMO

“Todavía hoy el color de piel se correlaciona con el lugar que uno ocupa en la jerarquía social”

Liliana O. Calo

Ideas de Izquierda

Ezequiel Adamovsky es Doctor en Historia, profesor e investigador del Conicet. Ha publicado diversos trabajos como El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada (Siglo XXI) y es autor del debatido Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión (Ed. Crítica), convertido en un clásico sobre el tema. Recientemente publicó Historia de la Argentina. De la conquista española a la actualidad (Ed. Crítica), resultado de dos años de escritura y un intento de recopilación y reconstrucción histórica desde la Colonia hasta hoy, en un solo volumen, para un público no especializado. Conversamos con el autor sobre algunos de los temas que recorren el libro.

El libro ofrece una reconstrucción de los principales sucesos de la historia del país desde la Colonia hasta la actualidad, de una manera accesible para un público amplio, y conclusiones para pensar el presente. ¿Qué te decidió a escribir el libro, esta temática y extensión temporal?

Soy parte de una generación que se formó en la universidad con mucha insatisfacción respecto de ese perfil de despolitización, de hiperespecialización y de desconexión total con el afuera que nos proponían en los años noventa. Me parece que la historia tiene la posibilidad de ayudar a la sociedad a pensarse a sí misma y además que los historiadores e historiadoras nos nutrimos de las preguntas sobre el pasado que genera una sociedad en el momento político-cultural en el que habita. Desde hace mucho tiempo intento escribir para públicos amplios y siempre tuve la fantasía de narrar toda la historia, desde la Colonia hasta hoy, en un solo volumen, cosa que no había disponible. Parece mentira, pero nuestra academia no había producido hasta ahora una síntesis de los conocimientos a los que hemos arribado en un texto breve, narrativo, para un público general. Teníamos obras colectivas en varios volúmenes, o historias de la etapa moderna como la de Luis Alberto Romero, pero no un texto sobre toda la historia (los últimos así que se escribieron fueron de pluma de académicos anglosajones). Finalmente me decidí a hacerlo hace tres años, cuando me lo propuso Martín Sivak, mi editor, que de algún modo supo que yo iba a tener la imprudencia de aceptar un proyecto así de difícil. Estuve trabajando dos años enteros en la escritura.

Foto: Rodrigo Mendoza
Foto: Rodrigo Mendoza

Hacia finales del siglo XIX se impone el modelo agroexportador y se consolida la elite capitalista que dirige los destinos del país, su modelo social y sus valores de opulencia. Escribís que el crecimiento de los sectores medios se superpuso a otra tendencia de signo diferente: la pérdida de autonomía de las clases populares y que la mayoría o casi la totalidad de los trabajadores fueron empujados a convertirse en asalariados. ¿Cuándo comienza y cuáles fueron las características de este proceso de formación del mundo del trabajo (asalariado) en nuestro país?

El período coincide con el de la organización nacional. No casualmente, las relaciones de mercado se consolidan junto a (y gracias al) Estado. Desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del siguiente se produjo un proceso por el cual una sociedad en la que casi dos tercios de la población tenían ocupaciones sin patrón y al menos relativamente independientes, fue reemplazada por otra en la que la gran mayoría se había transformado en asalariada y dependía de un empleador. Me interesaba contar este proceso porque muchas veces predomina la idea equivocada de que en esos años la Argentina se volvió una sociedad más igualitaria, cuando en verdad pasa todo lo contrario. Incluso a nivel de ingresos, la desigualdad creció de manera dramática.

La compulsión al trabajo asalariado significó un incremento de la dependencia respecto de los empleadores y la pérdida del control de los trabajadores sobre su propio trabajo. Y no fue un resultado meramente económico. En la región pampeana, por caso, el Código Rural de 1865 significó un avance en la imposición de los derechos de propiedad en desmedro de los más pobres, para quienes se volvió ilegal cazar animales o buscar leña en tierras con dueño. Además, a partir de la década de 1870 se expandió la costumbre de alambrar los campos. Hubo al mismo tiempo mayores controles a la circulación de la mano de obra y se acentuó la exigencia de andar con papeleta de conchabo. Todo apuntaba a forzarlos al trabajo asalariado. Los jueces de paz tuvieron mayores poderes para hacer valer la ley y para castigar a los paisanos enviándolos a prestar servicios militares. El fin de la frontera del indio dejó a los desertores como Martín Fierro sin lugar donde escapar. El Estado colaboró muy activamente para quitar independencia a las clases populares rurales.

Hay un dato revelador: escribís que hacia 1895 un 15,7 % del total de la mano de obra industrial de todo el país (incluyendo obreros y empleados) estaba compuesto por mujeres, en su mayoría nativas. ¿Cuál fue el lugar de la mujer en ese proceso de generalización del mundo del trabajo?

Como en todas partes, las mujeres desempeñaron un papel crucial en la provisión de mano de obra para el capitalismo en expansión, tanto de manera directa como indirecta. Las labores domésticas que casi todas desempeñaban –la crianza de los niños, la atención de la alimentación y del vestido de los maridos– eran fundamentales para la reproducción y mantenimiento de la fuerza laboral. Todo ese trabajo fundamental no recibía ninguna remuneración. De él se beneficiaban los empleadores, que podían pagar salarios mucho menores que los que habrían sido necesarios si no hubiese habido mujeres trajinando gratis en las casas. Pero además, como bien señalás, también contribuyeron en forma directa, empleándose masivamente. Las que así lo hicieron fueron doblemente explotadas: no solo no percibían un centavo por sus tareas domésticas, sino que sus salarios fueron bastante menores que los que percibían los varones.

En este sentido, en la reconstrucción de la historia del país y la cuestión de género, ¿qué momentos o qué aspecto te llamó la atención?

Traté de que el libro tuviese una perspectiva de género bien presente en todos los períodos. La experiencia de las mujeres está retomada muchas veces, junto con la historia del movimiento feminista. También me dio mucho gusto poder incluir los cambios en las sexualidades y que las disidencias tuviesen también una presencia en la historia. Pero más allá de ello, me parecía importante que todo lo demás tuviese también una lectura de género. Destaco un ejemplo: no se entiende el orden colonial sin comprender que se sustentó también en el control sexual, reproductivo y laboral sobre las mujeres indígenas. Patriarcado había en todas partes, pero la capacidad de los colonizadores de apropiarse del cuerpo de las mujeres superó todo lo conocido en Europa.

No era raro que tuviesen una o varias decenas de mujeres, a las que usaban para su placer sexual pero también como fuente de riqueza –por el trabajo agrícola o textil que aportaban– y de poder, porque a través de ellas se forjaban alianzas con sus parentelas. Sin los mestizos que ellas parieron, que con frecuencia estuvieron al servicio de sus padres, la empresa de la colonización habría sido impracticable. La desigualdad de clase montada sobre bases étnicas se combinó con la desigualdad de género de un modo que hundió a la mujer nativa en un lugar de opresión particularmente marcado. Y que todavía se nota hoy: vas al Noroeste y está vigente la costumbre de lo que allí llaman salir a “chinear”, la expectativa de los varones de acceder fácilmente al cuerpo de las mujeres nativas con o sin su consentimiento. Nada de eso se entiende sin perspectiva de género.

Señalás que desde los comienzos de la historia del país hay una marca constante: la de la violencia. Citás dos momentos fundacionales del Estado nacional como la guerra del Paraguay o la apropiación de tierras del siglo XIX que tuvo su momento cúlmine con la "Campaña al Desierto" bajo el mandato de Julio Argentino Roca. Un tema que cobró enorme vigencia en la actualidad con las ocupaciones de tierra y que replanteó de qué hablamos cuando pensamos en los usurpadores reales del país. ¿Qué opinión tenés del tema?

Nuestro país surge de un hecho colonial. Fue la violencia colonial lo que puso en marcha el proceso por el que, eventualmente, en este suelo terminó formándose una nación. Esa violencia fundacional se aplicó para imponer un determinado orden a un conjunto de habitantes que, sin ella, acaso nunca habrían encarado una vida conjunta. Y esa violencia de clase, de género y étnica se siguió dosificando hasta hoy en intensidades diversas para mantener dentro de los límites que el capitalismo impone a una sociedad dislocada que siempre se desborda. En ese esquema general, la tierra siempre fue uno de los objetivos de apropiación. Uno podría hacer una genealogía de los títulos de propiedad en conexión con esa violencia. Desde las “mercedes” que otorgaba el rey y que implicaban la desposesión de los habitantes originarios, la extinción por decreto de los derechos colectivos que aún quedaban luego de la Independencia, la Conquista del Desierto y el reparto posterior, hasta los múltiples engaños y negociados posteriores por los que se siguió privatizando tierras y el avance de la frontera sojera sobre las comunidades campesinas, a veces a los escopetazos. La usurpación de la tierra por parte de los que tienen dinero o poder no es un hecho excepcional: es la norma.

En ese sentido, a uno le pueden gustar más o menos, pero es un hecho histórico que, en décadas recientes, el derecho al acceso a la vivienda para las clases populares se dio menos por la bondad del mercado o las políticas públicas, que por las ocupaciones de tierras que ellas protagonizaron. Tomando tierras en lo que hoy son villas o barrios populares, la gente común generó las soluciones habitacionales que ni el Estado ni el mercado brindaron. Decenas de miles de viviendas. Eso es un hecho. Creo que sería un buen momento para replantearnos cómo deberían ser las condiciones del acceso a la tierra para que reparen las injusticias y violencias cometidas contra las clases populares y para que colaboren a que tengamos una sociedad más justa e igualitaria. En lugar de eso, el Estado sigue reprimiendo y estigmatizando a los pobres, a los movimientos sociales y a los pueblos originarios que intentan recuperar tierras, y haciendo la vista gorda frente a los usurpadores VIP.

En relación con el tema del uso de los recursos naturales, tu libro también retoma la cuestión ecológica. ¿Se puede trazar también un vínculo con el proceso de apropiación privada de los recursos colectivos?

Es un tema que creo que va a tener cada vez más actualidad. La desposesión colonial y su continuidad en las formas de desposesión actuales se nota muy claramente en los cambios en la relación con el medioambiente. La organización nacional y la profundización del capitalismo significó que más y más tipos de bienes se volvieron bienes comercializables. La naturaleza se volvió terreno abierto para la depredación descontrolada y vertedero de los desechos y la polución que producían las nuevas actividades. Se instaló en la segunda mitad del siglo XIX un modo propiamente capitalista de relacionarse con el medioambiente: el que permite la apropiación privada de los recursos naturales que pertenecen a todos –para comercializarlos o indirectamente al no pagar ningún costo por deteriorarlos– y transfiere a los sectores más bajos las peores consecuencias. Porque son los campesinos los que deben abandonar su tierra, los pobres los que viven a la vera de ríos contaminados o en zonas inundables. En pocos años se evidenciaron efectos incomparablemente más dañinos que los que habían tenido las actividades económicas de los humanos en todos los siglos precedentes. La deforestación masiva de Santiago del Estero, Santa Fe y el Chaco, junto con el envenenamiento del Riachuelo, fueron los primeros grandes desastres ambientales del actual territorio argentino. Desde entonces este patrón no hizo sino profundizarse. Hoy lo vemos en la reactualización de las luchas contra la minería, el fracking y la fumigación descontrolada. Cuando uno ve la historia desde el punto de vista ecológico, queda clarísimo que la matriz de saqueo y desposesión colonial que dio el puntapié inicial al desarrollo del capitalismo sigue siendo su rasgo dominante.

Señalás que hay huellas en la vida política y cultural del país, desde casi mediados del siglo XX, signada por la antinomia peronismo-antiperonismo. ¿Cuáles son las razones de su emergencia? ¿Cómo se articuló con el sistema político tradicional del país?

El país que dejó instalado la generación del 80 medio a las apuradas no soportó bien la prueba del tiempo. El andamiaje político del Estado no les sirvió para abrir el juego democrático de modo de mantenerse en el poder; la cuestión obrera se les volvió incontrolable y la economía entró en un callejón sin salida en 1930. A su modo peculiarísimo, el peronismo fue un intento de adaptar las estructuras del país para hacer frente a todas esas limitaciones: reformar la economía hacia un modelo centrado en la industria y abrir más el juego político y social a las clases trabajadoras. Todo esto, sin cuestionar de manera profunda las relaciones de propiedad ni las instituciones liberales que eran el pilar del Estado. Aunque ciertamente la figura de Perón tuvo elementos bien autoritarios, como movimiento el peronismo tuvo un sentido democratizador.

Por motivos que explico en el libro, el peronismo estuvo desde su cuna en relación con el antiperonismo. De hecho, el antiperonismo se consolidó como movimiento antes que el peronismo, y contribuyó así a darle algunos de los rasgos que luego adquirió. En los años posteriores quedó claro que el antiperonismo no se trataba fundamentalmente del rechazo de Perón, sino que canalizaba además una disposición más genéricamente antipopular. Cada vez que pudieron, además de proscribir al peronismo, los antiperonistas trataron de desandar el camino de conquistas sociales, de disciplinar a las clases populares y de reorientar las políticas económicas para beneficio de las clases altas. Desacreditar al peronismo y a “los negros” que lo apoyaban servía para justificar políticas antipopulares. Por eso mismo, como reconoció Lanusse en sus memorias, el antiperonismo había servido, irónicamente, como el principal incentivo para que las clases populares se aferrasen a la identidad peronista.

Y así se vienen retroalimentando como identidades y como relatos hasta hoy y planteando lecturas del país muy distorsivas, que no ayudan a pensar los verdaderos problemas. Para la derecha, la culpa de todos los problemas serían los “setenta años de peronismo” (esa cuenta absurda que omite que en esas décadas gobernaron otros partidos e ideologías). Y el peronismo se autoconcibe como una fuerza siempre popular y democrática perseguida por la derecha. En mi libro propongo volver a leer la historia no partiendo de las identidades partidarias sino del modo en que los partidos y los modelos de país que propusieron en cada momento se alinearon con los intereses de clase fundamentales. Hacia el final hago un recorrido por cada ministro de economía que tuvimos desde 1955 hasta hoy, para ver quiénes aplicaron recetas ortodoxas y quiénes heterodoxas. Y ahí queda claro que el color partidario es poco relevante para anticipar la orientación de la política pública. Salvo los gobiernos militares, que sí han tendido a ser más claramente ortodoxos en sus políticas económicas, el resto no obedecen a las identidades partidarias. Los peronistas han aplicado políticas heterodoxas, pero con Menem también han sido responsables del período de reformas neoliberales más dañino que se recuerde. Los gobiernos radicales fueron igualmente variables en las orientaciones de sus políticas. Lo que importa para explicar nuestras dificultades ha sido menos el carnet de afiliación del que gobierna, que el modelo de país y los intereses de clase que intentó favorecer. Los períodos en los que el Estado se puso más al servicio del poder empresarial y financiero explican mucho mejor las debacles de nuestra economía que la identidad partidaria del presidente de turno.

El eje étnico/racial es un tema permanente en tus trabajos y aparece también en el libro. Y has escrito que considerás que es una de las herencias que perdura del orden colonial. Recientemente la definición de racismo estructural en el país fue cuestionado por algunos historiadores a partir de la creación de la Comisión para el Reconocimiento Histórico de la Comunidad Afroargentina. ¿Qué opinión tenés sobre el tema? ¿Cómo afectó esta problemática en la formación del Estado nacional, y cómo sobrevive en la actualidad?

Junto con las lecturas de clase y de género, el eje étnico-racial es central en la historia argentina. Efectivamente, hay un legado muy antiguo, colonial, que es el del ordenamiento de jerarquías de clase que se asientan sobre diferencias étnicas y del color de piel. Los españoles trazaron una línea de clase elemental: quien era amerindio tributaba y obedecía, quien era blanco se apropiaba de su trabajo y mandaba. Luego agregaron a los esclavizados africanos y en el siglo XVIII todo esto cristalizó en el sistema de castas, que organizaba la jerarquía social con categorías étnico-raciales. La revolución de independencia declaró la igualdad de todos ante la ley, pero el sistema pigmentocrático permaneció. Todavía hoy el color de piel se correlaciona con el lugar que uno ocupa en la jerarquía social. Para mí, es una de las grandes claves explicativas de la historia argentina. Porque se relaciona no solo con la experiencia en el mercado de trabajo, sino también con las identidades de clase, con las identidades políticas, con el racismo que tiñe a unas y otras y con las serias dificultades que ha tenido este país a la hora de construir un sentido de nacionalidad más o menos hegemónico, a la hora de responder a la pregunta de quiénes somos nosotrxos y cómo son los cuerpos que nos representan.

En ese sentido me pareció penosa la reacción de algunos colegas frente a la iniciativa de tener una política estatal que ayude a des-invisibilizar y des-estigmatizar a la población afroargentina. Y penosa la decisión del diario de entrevistar a historiadores que no trabajan la cuestión, pudiendo hablar con quienes saben del tema. Negar que en Argentina funciona un racismo estructural atrasa 50 años y habla mucho de las cegueras de clase y étnicas que tienen quienes lo hacen.


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Liliana O. Calo

@LilianaOgCa
Nació en la ciudad de Bs. As. Historiadora.