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Red Internacional
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Torturas policiales en Tucumán: cuando lo habitual sorprende

Si uno acude al diccionario, a cualquier diccionario (conceptual, epistemológico, disciplinario o el que quiera), la palabra sorpresa implica la reacción ante algo que no resulta habitual; es decir, algo insólito, extraño, infrecuente. Nadie se asombra por hallar las zapatillas en la parte baja del ropero si las guardó allí el día anterior, ni porque nos duela el dedo si nos pegamos un martillazo.

Miércoles 8 de octubre de 2014

Fotografía: youtube

Por eso no es menor, ni mucho menos inocente, que la palabra “sorpresa” sea la respuesta mayoritaria ante una nueva noticia (y van….) de torturas perpetradas por policías.

Esta vez las coordenadas territoriales dicen “Tucumán”, a raíz de un video aparecido hace unos días en las redes sociales, en el que se observa a un agente policial de esa provincia sometiendo a torturas y humillaciones a un joven.

En esta oportunidad, el sujeto uniformado elije vituperar y torturar a un joven esposado y de boca al piso, sujetándolo brutalmente del pelo, obligándolo a imitar sonidos de diferentes animales (¡!) y arrojándolo de cara al suelo varias veces, mientras otro policía filma lo ocurrido y colabora con el siniestro acto.

Por supuesto que es indignante, y que provoca una impotencia atroz observar cómo la impunidad policial nuevamente arremete contra los jóvenes con formas dictatoriales y crueles, pero no hay ninguna sorpresa para quien esté mínimamente interiorizado de la situación de detenidos y condenados en comisarías y prisiones.
La tortura es una práctica habitual, una actividad más de las que lleva a cabo la policía, en tanto institución, y como agente principal del control social (y mata centenares de personas por año). Pero, sin embargo, allí están los medios masivos del sistema, “escandalizados” por lo sucedido, junto a las declamaciones de las autoridades policiales y sus jefes políticos que condenan formalmente el hecho, y los comentarios de tantos ciudadanos que observan en lo ocurrido algo “inédito” para estos tiempos.

Esta vez las coordinadas dijeron “Tucumán”, como pudieron decir Córdoba, La Matanza, Villa Lugano, Bariloche o Rosario. O San Luis, como ocurrió hace apenas unos meses, en junio de este año, cuando diario puntano publicó una serie de fotos tomadas el 22 de abril de 2013, durante una requisa en el pabellón de menores de la cárcel local.

Ningún periodista (ni “militante” ni “de la Corpo”) recordó, al escribir, como profusamente lo hicieron, sobre el video de Tucumán, aquellas imágenes en las que se veían adolescentes presos, en un patio, desnudos, con las manos a la espalda y alineados a la pared en posición “mahometana”, es decir, arrodillados e inclinados hacia adelante, con la cabeza contra el piso. Los custodiaban, conscientes de que posaban para la cámara, a la que miraban, los miembros del servicio penitenciario provincial –entre ellos, el jefe de la unidad- con perros (los de cuatro patas) peligrosamente cerca de los expuestos genitales de los prisioneros.
Entonces también se usaron expresiones como “inédito escándalo”, empujando el sentido común construido desde el aparato de medios a la idea de un hecho aislado e insólito. Como hoy, ninguno dijo que ese es el trato habitual que padecen las personas que están privadas de su libertad en nuestro país.
En ambos casos –en la gran mayoría, como lo prueba el Archivo de Casos que CORREPI actualiza cada año- se trata de varones jóvenes, los que padecen más directamente el estigma del sistema y su selectividad. La humillación y el tormento son herramientas para que los carceleros puedan marcar el poder que tienen sobre sus vidas.

Es que, más allá de algún objetivo puntual de obtención de información o confesiones, la principal finalidad de la tortura sistemática es la destrucción de la subjetividad del “enemigo”, al que hay que privar de su propia conciencia humana. Por eso los sonidos de animales. Por eso la vejación del cuerpo desnudo expuesto al hocico del perro, mucho menos animal que el que sujeta la correa.

No basta que estén privados de su libertad, tienen que quedar vacíos, y tener bien metido en la cabeza que no son nada, y sólo sirven para ser escarnecidos. Y hasta cuando uno de estos episodios trasciende, es usado como escarmiento hacia un mayor disciplinamiento del pobre.

Muy distinta es la situación, en pabellones diferenciados, de los poquitos homicidas de uniforme que van presos, siempre y en cualquier circunstancia protegidos por el estado, o de los también pocos “ciudadanos de bien” (empresarios, burócratas sindicales o curas amigos del poder) en jaula de oro. Como distinta será la situación de estos torturadores, hoy públicamente repudiados, pero que algún día, quizás, recibirán alguna leve condenita en suspenso por “apremios” o “vejaciones”, ya que si de algo no hay escasez, es de jueces dispuestos a firmar que éstas no son torturas, que será feo pero tormento es otra cosa. Siempre dicen que es otra cosa, y así evitan señalar con la pluma de ganso a su patrón, el estado.

La policía y el servicio penitenciario torturan (y la gendarmería, y la prefectura cuando tienen la ocasión, como los primeros en las estaciones de tren). Siempre ocurrió y siempre ocurrirá, en tanto existan como instituciones al servicio de la clase dominante. Ni falta de “capacitación” en derechos humanos, ni abstracta descomposición ni conductas patológicas aisladas. La propia función es la que lleva en sus entrañas, acaso en su razón de ser, el trato vejatorio para con el que se considera un enemigo, ya sea actual o en potencia.

La policía tortura porque no le alcanza con golpear o asesinar, sino que basa su tarea en la deshumanización del otro, tarea que ciertamente excede a los dos payasos del video tucumano.

La policía tortura porque forma parte (importante) de sus deberes: ¿Dónde está la sorpresa? Quizás en la ilusa moralina burguesa que aún pretende creer en -y legitimar- (de espaldas a toda realidad) las instituciones que se dio a sí misma para dominar.