Casi tres siglos de colonización, la Iglesia convertida en pilar fundamental de la conquista y la dominación española y, también el principal terrateniente. Se celebraba un año más de tradición guadalupana.
Raúl Dosta @raul_dosta
Martes 13 de diciembre de 2016
La ceremonia litúrgica del 12 de diciembre se había convertido en la principal celebración religiosa y política del virreinato de la Nueva España. Al frente de la misma se encontraban el virrey Don Miguel de la Grúa Talamanca, marqués de Branciforte, y el arzobispo Alonso Núñez de Haro; rodeados de la curia y principales funcionarios novohispanos, la mayoría, de ascendencia española directa. Como debía de ser en esos tiempos.
Un joven fraile dominico con una carrera muy prometedora en las filas eclesiásticas, apadrinado por familiares y amigos que ocupaban altos puestos dentro de la Audiencia Real, la Santa Inquisición y el Ayuntamiento de la Ciudad de México, fue propuesto para que fuera el encargado de dar el sermón que año con año se ofrecía en ese solemne acto en la Colegiata de Guadalupe, al pie del Tepeyac.
Fray Servando Teresa de Mier, que así se llamaba, ya encarrilado en su discurso sorprendió a todos con la siguiente aseveración: “Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego sino en la capa de Santo Tomé apóstol de este reino (se refería a Santo Tomás, el apóstol cristiano que algunos estudiosos novohispanos, como Teresa de Mier mismo, proponían identificar con el dios Quetzalcóatl de los indígenas mesoamericanos)”.
Y abundaría: “1750 años antes del presente, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe ya era muy célebre y adorada por los aztecas, que eran cristianos, en la cima plana del Tenayuca, donde le erigió templo y la colocó Santo Tomé”. El final de su discurso, que ya era escandaloso para la élite ahí presente, imploraba a “Teotenantzin, enteramente virgen, fidedigna tonacayona” que proteja a México de los horrores de los filisteos de Francia y su Revolución.
El fraile dominico estaba influido de una corriente sincretista, que intentaba fusionar las culturas indígenas con el cristianismo. El sincretismo fue de uso común por los jefes de la Iglesia al servicio de los colonizadores españoles y portugueses. Teresa de Mier y otros lo hacían pero como parte de un fenómeno incipiente de cuestionamiento de la brutal colonización y trataban de codificar un perfil “nacional” novohispano potable a criollos, mestizos e indígenas y repelente a los españoles peninsulares.
El caso es que a quienes escucharon atentamente ese discurso, los más beneficiados por la mediación celestial de la Virgen de Guadalupe que hacía que los indígenas soportaran el despojo y explotación en los tiempos del virreinato, se indignaran y espantaran por las ideas ahí vertidas y, preocupados porque ese discurso tuviera base social, decidieran actuar drásticamente ante el cuestionamiento de las alegorías guadalupanas que astutamente habían armado los recién llegados conquistadores.
El Arzobispo Haro, acusó a Fray Servando Teresa de Mier de herejía, como era de esperarse, y después de recluirlo e incomunicarlo hizo que se le retiraran sus licencias como predicador y posteriormente logró que se le recluyera en España, previniendo a los altos mandos eclesiásticos de que es "ligero en hablar y sus sentimientos y dictámenes son opuestos a los derechos del Rey y la dominación Española".
Luego de más de una década enclaustrado y retenido en varios lugares de España, Teresa de Mier aparecería como capellán del ejército español, que se había reconfigurado en base a las impetuosas guerrillas de la resistencia española a la ocupación de los ejércitos napoleónicos.
Posteriormente, se hizo parte del plan de organizar una fuerza internacionalista para luchar por la independencia de México que él mismo ayudó a organizar desde Londres y que se materializó con la llegada de Francisco Javier Mina en abril de 1817 a la costa tamaulipeca (en la barra del río Soto la Marina).
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