Compartimos con los lectores de La Izquierda Diario este cuento que forma parte de Los Suplentes, el último libro de David Voloj.
Sábado 3 de enero de 2015

Después de las fiestas, Ana y Gabriel tienen libre el mes de enero. Deciden aprovechar la primera quincena para ponerse al día con algunas tareas del hogar que han dejado pendientes (impermeabilizar el techo, reacomodar los muebles del living, acabar de una vez por todas con el hormiguero de la cocina, cambiar el cuerito de la canilla del patio, poner pastina en los mosaicos del baño, terminar de construir la pérgola) y luego, ya sin nada por qué preocuparse, planean pasar dos semanas en una cabaña, quizás una hostería, algo lindo, barato y cómodo, en las sierras, de ser posible en Carlos Paz o Cuesta Blanca, donde ambos solían veranear de chicos con sus padres pero, debido a las complicaciones de la vida adulta y la rutina laboral, nunca han regresado. Muchas veces, durante el transcurso del año, han fantaseado con hacer un crucero por la costa de Brasil o viajar más lejos, fuera del continente.
Han escuchado decir que las playas del Mediterráneo son increíbles y que en Atenas, Roma o Madrid, está el origen de la historia y la cultura occidental. Hay parientes, conocidos, gente, que se ha emocionado y conmocionado a tal punto que, según dicen, nadie puede morir sin hacer un viaje a esos lugares. Sin embargo, llegado el momento de, como se dice, poner los pies en la tierra y hablar en serio, Ana y Gabriel analizan las ventajas y desventajas de un emprendimiento semejante, que de ninguna manera puede tomarse a la ligera. Y las complicaciones saltan rápidamente a la vista.
Habría, por ejemplo, que buscar una agencia de viajes fiable, con lo difícil que resulta confiar en una inestable empresa que hoy está pero mañana quién sabe, y cuya finalidad no es que la gente la pase bien, como debería ser, sino vender, simplemente vender, cualquier paquete, a toda costa y como sea, incluso embaucando a los confiados turistas que, además de padecer unas vacaciones terribles, al regresar ni siquiera pueden hacer reclamos porque la agencia en cuestión, de buenas a primeras, ha entrado en quiebra. Por otra parte habría que reparar en el tiempo (tiempo perdido, por cierto) que llevaría tramitar los pasaportes, más aún si se hacen a último momento. Y lo de la visa turística, otra dificultad.
Según el destino que elijan, discuten Ana y Gabriel durante las noches de insomnio en que tocan el tema de las vacaciones; según el destino también deberían vacunarse contra la fiebre amarilla, la gripe A u otra enfermedad rara, de esas que asolan en el extranjero. Ambos son conscientes (analizan cuando una tormenta veraniega interrumpe la señal de televisión satelital) de las multitudinarias colas que se hacen, desde primeras horas de la madrugada, en las puertas de los hospitales públicos. Y el hecho de ir temprano tampoco asegura nada porque, según los noticieros, nunca hay la cantidad de dosis necesarias como para vacunar a todas las personas que lo requieren. Qué decir, a su vez, del riesgo de subirse a un avión, con lo peligroso que es volar en la actualidad. Por más que avance la tecnología, cada dos por tres se cae un Boeing, y es sabido que las aerolíneas, grandes y chicas, nacionales e internacionales, apenas cumplen con los requisitos mínimos de mantenimiento. Sin ánimo de ser fatalistas, ¿alguien descartaría un posible ataque terrorista? ¿Quién tiene la certeza de que no va a subir un loco con veinte kilos de explosivo plástico entre la ropa, dispuesto a inmolarse en nombre de alguna deidad propensa al holocausto humano? Si sucede en los Estados Unidos, con los controles extremos de la máxima potencia mundial a nivel de seguridad, puede pasar en cualquier parte, más aún en un país como este, donde la corrupción generalizada hace que cualquiera, con unos cuantos pesos en el bolsillo, pueda sobornar policías de aduana, oficiales de embarque y hasta a las mismas azafatas con tal de recibir trato diferencial. En cuanto a los barcos, los magnánimos cruceros que zarpan desde la Capital Federal y bordean la costa del Atlántico Sur, por más grandes y modernos que parezcan, menos seguridad transmiten. Sólo un inconsciente se arroja a la superficie marina junto a otras cinco mil personas. Si se hundió el Titanic, esa supuesta maravilla de la arquitectura naval moderna, un bote de diez pisos (porque un crucero es al fin y al cabo un bote grande) puede hundirse. Y naufragar en las aguas abiertas del océano, a merced de tiburones, orcas asesinas y rayas eléctricas, seguramente flotando sobre una tabla de madera porque las embarcaciones de emergencia y los salvavidas nunca alcanzan para la totalidad de los pasajeros a bordo, no es el mejor plan para pasar unas vacaciones relajadas.
Para qué hablar de la plata, tema que tanto Ana como Gabriel evitan aunque existe.
Hoy por hoy, con la inestabilidad cambiaria, la compra de moneda extranjera, sean dólares, reales o pesos uruguayos, es en sí mismo un viaje hacia territorio desconocido. A su vez, siendo sinceros, ninguno de los dos estima conveniente gastar una fortuna, cuando no endeudarse para todo el año con la tarjeta de crédito o con un préstamo personal, por más tasa fija y/o sistema francés que los beneficie. Y menos por un capricho, por esa falsa ilusión propia de la clase media en ascenso o del “nuevo rico”, como dice Gabriel, cuyo único propósito es gastar más de lo que puede con tal de alcanzar un status que, en definitiva, es sólo un espejismo. Ellos se rompen el lomo, sostiene Ana al ocuparse de cambiar la fachada de living (para lo cual reubica la mesa ratona, traslada el sillón de hierro y acomoda el rack del televisor en la pared que antes ocupaban los portarretratos); se rompen el lomo todo el año, dice, ahorran y ahorran. ¿Y todo para qué? ¿Para perderlo en una semana, en un all inclusive? De ninguna manera.
Por otra parte, y aquí Gabriel es quien se pone firme, irse demasiado lejos implicaría dejar la casa sola, a merced de la creciente horda de delincuentes sueltos a la espera del momento oportuno para actuar. A varios vecinos les han entrado, a algunos en más de una ocasión. Es fácil darse cuenta de la falta de movimientos en un hogar, y de poco sirve dejar una lámpara o la radio encendida. Ahora existen incontables métodos para testear la presencia de gente en la casa. Los amigos de lo ajeno, como él los llama mientras ojea el suplemento de Turismo del diario con los ojos enrojecidos por el cansancio; los amigos de lo ajeno ahora te ponen folletos en las rejas, pasan al otro día, se dan cuenta de que los papelitos siguen ahí, deducen que no hay nadie, aprovechan, vienen con una camioneta y te llevan hasta las banquetas de plástico o la tapa del inodoro. La alarma, lo sabe cualquiera, no es garantía cuando los ladrones se complotan con la policía, algo que sucede muy a menudo, aunque uno necesite creer lo contrario para dormir en paz. Ni pensar si estos malvivientes deciden usurpar la casa. Conocen personas que estuvieron años, abogados de por medio, tratando de sacar a los autodenominados ocupas, descarados capaces de usar a sus propios hijos como escudo frente a una orden de desalojo. En cambio, un lugarcito en las sierras, algo que quede, como mucho, a dos horas de auto con la ruta cargada, sería óptimo.
Mientras más cerca vayan, mejor. Incluso pueden, para mayor seguridad, darse una vuelta día de por medio. De esta forma, no necesitarían molestar a los vecinos y se encargarían ellos mismos de regar las plantas, abrir las persianas y airear un poco para quitar el olor a encierro.
En síntesis, a Gabriel no le resulta pesado volver de donde estén para controlar todo. Ana puede despreocuparse. Bastante estrés tienen, ambos, él en su trabajo y ella en el suyo, más todo lo de la casa, como para sumar un problema más a la convivencia.
En definitiva, cerca o lejos, lo que buscan es descansar. Y el mejor lugar para hacerlo es, sin dudas, Carlos Paz, Cuesta Blanca, sitios así, a un paso de la ciudad.
Convencidos de estar tomando la mejor decisión, Ana llama a la administración de aquellas cabañas con vista al lago, a las que ambos califican de soñadas, divinas (a juzgar por las fotos de la página web) y donde, si todo sale como esperan, y por qué no debería ser así, pasarán días preciosos. Con el tiempo, quizás transformen el lugar en su pequeño paraíso. Se imaginan ahí, seguros de que volverán una y otra vez, solos, con los hijos cuando lleguen, y más adelante con algún amigo de los chicos, un primo, una novia, un novio, y, finalmente, con los nietos.
A esta altura de la temporada, como se podrá deducir, las cabañas se encuentran alquiladas, lamentablemente, hasta febrero. Deberían haber consultado antes, a finales de noviembre. Lo mismo ocurre con el complejo de bungalows al pie del cerro Pan de Azúcar, un nuevo emprendimiento inaugurado con un éxito increíble del que tenían noticia por un compañero de trabajo (de Gabriel). Quedan, como opciones, los hoteles, pero Ana es reticente a parar en una habitación que, durante el año, es usada de albergue transitorio y, en verano, es ocupada y desocupada y vuelta a ocupar por incontables turistas. La higiene, sin lugar a dudas, dejará bastante que desear. En una cabaña, ella tendría la libertad de pasar los pisos con lavandina pura antes de instalarse, sacudir el colchón, aspirarlo, repasar la vajilla e incluso llevar su propio juego de toallas y ropa blanca. Las mucamas de hotel, cuya profesión es tan digna como cualquiera, nunca pondrán el mismo esfuerzo y dedicación que ella en desinfectar el lugar. Muy probablemente usarán productos industriales, de mediana calidad, rebajados con más agua de la aconsejada a fin de extender su duración.
Queda otra posibilidad, acaso la última, que consiste en alquilar una casa, lo que de verdad parece viable. La idea los entusiasma, aunque lo cierto es que no lo harán porque se desviaría demasiado de sus planes originales y exigiría replantear todo el viaje sobre la marcha. Si el objetivo, concluye Gabriel (cuando termina de vaciar la botella de cipermetrina en el último hormiguero visible, ubicado en la unión del zócalo con el piso, detrás de la heladera, un lugar bien oculto a donde esos bichos de porquería van a esconderse); si el objetivo es descansar, para qué irse lejos. Podrían quedarse ahí, repetir el programa del año anterior porque, al fin y al cabo la pasaron bien sin hacer nada y, mejor aún, se reencontraron como pareja. ¿No sería óptimo pasar los días mirando películas o leyendo un libro delante del ventilador de pie, comiendo a cualquier hora y durmiendo sin despertador?
El agua, estancada o entubada, es siempre agua, dice con toda razón Gabriel mientras vuelca dos cubitos de hielo en el vaso. El agua, insiste, refresca. Entonces, de hacer un calor insoportable (tal como señala el pronóstico extendido del clima para la ciudad durante todo el verano y hasta bien entrado marzo), pueden salir al patio, poner la manguera en la canilla (que para algo tiene el cuerito nuevo y funciona de mil maravillas), y mojarse. Podrían hacer nudismo, se ríe Ana, ya que los vecinos del dúplex, los únicos que podrían espiarlos, están en Miami (y, dicho sea de paso, ¿cómo será Miami, que tan de moda se ha puesto?). A su vez, han escuchado por radio que, durante los primeros días de la temporada, ha habido más accidentes que en el resto del año. La ruta a Carlos Paz está colapsada, ni siquiera es ágil la autopista. La gente conduce cada vez peor y es capaz de poner la vida en riesgo con tal de conseguir una mesa en el restaurante de moda o una promoción 2x1 para las obras de teatro, obras de dudosa calidad, por no llamarlas mediocres, protagonizadas por vedettes (si alguien puede llamar así a esas chicas) que sólo saben hacer escándalos en los programas de entretenimiento y espectáculo, acostarse con productores y futbolistas, pero de bailar, lo que es bailar en serio, muy poco. Manejar un auto, corrobora Gabriel sin saber cómo hace Ana para conocer nombre y prontuario de tantas vedettes, es igual a manejar un arma. En ruta, el único carril libre te lleva derecho al infierno, sentencia.
Así es que, tras deliberarlo, acuerdan quedarse. Es entonces, mientras toman una cervecita con maní en el patio, ubicados debajo de la pérgola que han terminado y ha quedado, modestia aparte, hermosa, es entonces cuando aparece, sin haberlo premeditado, sin que fuese una necesidad ni un deseo consciente, la idea de tener un perro. No saben, en verdad, quién de los dos ha sido el primero en hablar, pero el tema se instala y, aunque parezca lo contrario, merece ser analizado con detenimiento. Una mascota representa una responsabilidad. Es un proyecto que los vincula como la pareja sólida y consolidada que son, y es preciso aclarar cuestiones esenciales antes de tomar cualquier decisión trascendental. Definir el asunto de las razas, por ejemplo, ya resulta difícil, apunta Ana al encender la notebook que ha traído al patio (aunque le queda poca batería) para hacer una búsqueda comparativa de variedades caninas. Hay razas, por ejemplo, que sufren el clima por el tipo de pelaje, otras que demandan atención permanente, ya que son propensas a enfermedades cardiorrespiratorias; algunas muestran predisposición a infecciones de piel, o sensibilidad en el estómago, el olfato; otras tantas (razas) son conocidas por su alto nivel de agresividad, en ciertos casos con otros perros y/o animales, en ciertos casos con los humanos mismos. Queda pendiente, incluso, planificar el mejor momento para comprarlo, si la idea es comprarlo, o adoptarlo, si es que buscan un cachorro en un hogar de perros abandonados. Saber cuándo lo traerían a la casa es fundamental, tanto como la marca del alimento balanceado aconsejado, un alimento rico en hierro y vitaminas capaz de preparar al animal para afrontar el frío (si es que la idea es que duerma afuera). ¿Y en cuanto al espacio por donde le estaría permitido transitar?
Habría que verlo. ¿Quién se encargará de sacarlo a pasear? ¿A qué veterinaria lo llevarán? No, no hay que apresurarse. Porque una cosa, reflexionan Ana y Gabriel echados en la hamaca paraguaya, abrazados y mirando el amanecer, una cosa es decidir a dónde ir de vacaciones, lo cual es fácil de resolver, pero otra cosa es una mascota. No hay punto de comparación. Un perro es diferente, exige compromiso, coordinación de fuerzas y voluntades. En eso, Ana y Gabriel están absolutamente de acuerdo.