Solemos atribuir un sentido positivo a la producción artística y cultural: hablamos de desarrollarla y reclamamos el derecho a disfrutarla ya que allí se expresaría la creatividad tanto individual como colectiva. Pero también es cierto que en la sociedad capitalista estas prácticas están sometidas a una lógica que amenaza convertir dichas capacidades en meras mercancías y las utiliza para apuntalar las ideas de la clase dominante. Entre esos polos se dibuja el concepto de “industria cultural” o “cultura de masas”.
La industria cultural
La industria cultural es aquella en que la creatividad se traduce en “derechos de autor” y sus interpelaciones sociales en éxitos o fracasos de venta. Concentrados en grandes holdings, los productos culturales suelen ser una más entre otras mercancías producidas. La televisión, la radio y la prensa se financian mayoritariamente por publicidad, por lo cual la cantidad de lectores o espectadores se mide no para conocer el impacto de las ideas difundidas, sino para confeccionar un ranking de dónde es más rentable anunciar productos o servicios. Hay premios y concursos que adelantan pagos o prometen la edición, grabación, difusión, etc., de novelas aún no escritas o bandas musicales aún no reunidas; una especie de “mercados a futuro” de bienes culturales. Productos “enlatados” se distribuyen y readaptan en todo el mundo, como los reality; se pautan obras standarizadas para un determinado público: la película de Almodóvar La flor de mi secreto muestra a una escritora de novelas con contenidos preestablecidos y cargados de prejuicios, en crisis con un contrato que marca no solo la cantidad de novelas que debe entregar por año sino contenidos como “personajes políticos pero sin entrar en temas políticos”, “escenas eróticas pero sin sexo explícito”, y demás características que contornearían los intereses de las “amas de casa de mediana edad”.
Así, si la idea de cultura deriva de un enriquecedor “cultivo” de las facultades subjetivas de hombres y mujeres, la idea misma de “industria cultural” parece ser un oxímoron. O en todo caso una forma de moderno cultivo transgénico: desarrollado con paquetes tecnológicos patentados por grandes multinacionales, es un monocultivo que evita el crecimiento de otros.
Ya en la década de 1930, no casualmente en “la noche del siglo” XX, los autores habitualmente rotulados como miembros de la Escuela de Frankfurt habían dado el puntapié inicial en discutir los efectos de una cultura pensada en estos términos, pero el salto dado en las posibilidades de difusión hacia fines de los sesenta hizo que estas formas de producción cultural fueran objeto de constante debate. A partir de allí, la discusión ha continuado y a ella se han sumado nuevos medios, productos y fenómenos de la cultura de masas. De esos amplios debates, tomemos tres elementos que la caracterizarían.
El primero es la masividad. Con la aparición de nuevos medios técnicos, es enormemente mayor la amplitud de llegada de los productos culturales: las reproducciones gráficas o la radio, por ejemplo, llevan la música y la pintura a muchas más personas que las que acceden a conciertos o museos; en la actualidad, nuevos medios como internet abren aquí toda una gama de nuevos problemas para esas mismas industrias desarrolladas durante el siglo anterior. Pero: ¿la diferencia es una cuestión cuantitativa de grado respecto de formas culturales previas? Después de todo, cuentos como “Caperucita Roja” fueron tanto o más masivos que algunas películas taquilleras. Pero los productos de la industria cultural parecen ser masivos no solo en el sentido de ser ampliamente consumidos: son producidos a nivel masivo, es decir, concebidos ya para satisfacer grandes públicos e incluso diseñados mediante estudios de mercado.
El segundo es la reproducción de determinados intereses sociales. En la mayoría de los casos, tales productos son compatibles con cosmovisiones que apuntalan los intereses ideológicos del sector al que pertenecen dichas industrias. Este entrelazamiento también podría considerarse una diferencia de grado con la situación previa: siempre fueron las clases dominantes las que tuvieron los medios para “invertir” en la cultura y el arte, y así intervenir en sus formas y contenidos. Pero lo que parece diferenciar a la cultura de masas es ser producto de toda una “industria” montada con estos objetivos, una nueva institución de la clase dominante extendida como nunca antes para imponer su ideología (además de una oportunidad de hacer negocios) comparable al lugar que tuvieron las religiones.
El tercero sería la forma de producción. Los productos de esta industria ya no serían “mercancías” en el sentido general de poder comprarse y venderse, sino que lo serían en el sentido estricto del término: medibles en tiempo de trabajo socialmente necesario, producidas en serie por un tipo de trabajo que podrían realizar sujetos fácilmente intercambiables, en una producción dirigida por el capitalista. Esta característica parecería ser definitoria de un cambio, porque la “institución arte” en el capitalismo se ha distinguido como un ámbito donde se produce sin tiempos establecidos, donde se expresa la subjetividad del artista y cuyo valor es un fin en sí mismo sin una determinada función social (al menos no inmediata). La pregunta que surge es entonces si estas nuevas formas de producción no están entrometiéndose en la producción misma de la obra, y cuál es la relación de esta producción con las formas de cultura tradicionales, ya que participando de la vida de millones de personas, se entremezclan con ellas y en muchos casos la propia industria cultural apela a ellas para ubicar sus productos entre los “consumidores”.
Cultura de masas y cultura popular
En 1965, Umberto Eco [1] analizó en un texto ya clásico dos posturas enfrentadas, y problemáticas, sobre estos desarrollos: la “apocalíptica” [2], que denunciara la pérdida de autonomía del arte y la cultura y su sometimiento a la lógica del capitalismo; y la “integrada”, que considerara aspectos de la cultura de masas como democratizadores en tanto habría acercado el arte a grandes públicos permitiendo la absorción de ciertos conceptos y rasgos estéticos que han ampliado el campo cultural. Contra los apocalípticos, los integrados abordaban un problema real: el disfrute de las expresiones artísticas y culturales previas, ni hablar ya de su producción, por lo general, estaban reducidas a un sector reducido de la sociedad. Contra los integrados, los frankfurtianos señalaban correctamente nuevas formas de subsunción del capital que degradan esas prácticas sociales; probablemente hoy encontrarían más razones de alarma que cuando escribieron.
Ambas visiones tienen en común la debilidad de apoyarse en una visión estática de la situación. Los frankfurtianos tomaban una fotografía del panorama establecido a la salida de la Segunda Guerra, con trincheras más o menos establecidas y una situación mundial aplacada de sus grandes convulsiones previas. En ese momento de “pax social” (la de los cementerios), las caracterizaciones que describen en muchos casos dan cuenta de novedades que parecían empobrecer más que enriquecer la cultura. También los integrados dan por sentado el esquema de “normalidad burguesa” en que a las masas sería necesario “acercarles” una cultura que ellos no producen.
Pero tomando una perspectiva histórica que dé cuenta de los movimientos y relaciones de fuerza, en el arte y la cultura se han expresado de las más diversas maneras los cambios sociales (y no solo por izquierda sino también por derecha). Y lo han hecho también en boca de sectores mismos de las masas, o de sectores más acomodados que tomaron partido por ellas al visualizarlas como alternativa o al menos, fuente de renovaciones. Casi no puede narrarse la historia de una revolución que no haya sido precedida o acompañada de surgimientos de nuevas corrientes artísticas, nuevas formas y contenidos, nuevas críticas y teorizaciones sobre ellas; y ello a pesar de que una guerra civil o una crisis social aguda no son sin duda terrenos que faciliten desarrollos culturales en un sentido amplio.
El motivo es que justamente cuando la dominación política que tales crisis suponen, se empieza a resquebrajar, lo hace también la cultural, a veces anticipando las crisis, a veces yendo a la zaga, a veces perviviendo incluso cuando la crisis se ha cerrado. No es extraño que sea durante una “crisis de autoridad” de las clases dominantes, como planteara Gramsci [3], que las masas puedan resignificar aspectos culturales que les fueron impuestos, desecharlos, criticarlos y forjar elementos nuevos. ¿Pueden estos elementos aquietarse, volver atrás, caer de nuevo en el redil de la cultura oficial? Dependerá de la profundidad de la crisis y de la madurez que hayan alcanzado.
¿Subsunción de la cultura al capital?
La comercialización de un bien no implica que éste haya sido ya producido como mercancía: el capital puede apropiarse de una ganancia vendiendo algo producido de una forma extraña a la suya, o directamente no producido (como la renta del suelo). La comercialización de las obras artísticas y culturales en el capitalismo siempre ha sido una forma de obtener ganancia de un bien que socialmente se considera incluso opuesto a la mercancía en sentido estricto. Pero dijimos que el desarrollo de la industria cultural abre el interrogante sobre la forma de producción misma de las obras según la lógica del capital.
David Harvey [4] aborda este problema comparando a los productos culturales con aquellos bienes que generan una “renta de monopolio” basada en la “propiedad privada de ciertas partes del mundo”, como en el turismo. La singularidad del bien en cuestión es un requisito para obtener de éste una renta de monopolio, pero para Harvey, ello presenta dos contradicciones: por un lado, la renta exige que ningún artículo sea “tan especial como para quedar fuera del cálculo monetario”; por el otro, cuanto más comercializables se vuelvan esos artículos, y sean susceptibles de imitación y reproducción, más base pierden como posibles objetos de una renta tal. Esta misma lógica puede aplicarse a los bienes culturales, y su resultado es encontrar a los capitalistas metidos en las “marañas” de la estética: mientras que por un lado se homogeneizan ciertos productos para hacerlos comercializables, por el otro se aprovechan marcas distintivas de un determinado bien. Si en Barcelona, por ejemplo, por un lado se ha asimilado el paseo marítimo a cualquier otro paseo de Europa occidental, por otro lado se han acentuado marcas distintivas, como la arquitectura de Gaudí. Pero estas marcas descansan en relatos históricos e interpretaciones colectivas de prácticas culturales, es decir, en elementos y tradiciones de la cultura popular. ¿Qué herencia cultural es la reivindicada en el “producto Barcelona”: la de la resistencia a Franco o la de los nacionalistas catalanes? Con este y otros casos, lo que Harvey trata de plantear es que la inmersión de los mecanismos mercantiles en el terreno cultural abre una serie de contradicciones no dirimibles solo en la circulación del capital, sin dejar de señalar a la vez la voluntad del capitalismo de subsumir a su lógica todo aquello que pueda generar no riqueza social sino ganancia privada.
La cultura popular y la ideología dominante
Los apocalípticos muchas veces han tratado la cultura popular, mezclándola en sus análisis con la cultura de masas, como una forma de cultura simplificada que, como mala conciencia, los sectores privilegiados ofrecen a los sectores populares que no tendrían el tiempo y los recursos para disfrutar o producir “alta cultura”. Otras posiciones, distinguiendo cultura popular de cultura de masas, abogan por un alternativismo que procure producir, en contra de la cultura oficial y marketinera, una cultura accesible a las masas. Con críticas muchas veces certeras, son “apocalípticas” respecto a la cultura oficial, pero cuando no incluyen una perspectiva política radical más amplia, se encuentran “integradas” al aceptar resistir en los márgenes no por necesidad sino como virtud. Porque mientras los grandes medios sigan en manos de los industriales de la cultura y de los otros, las masas verán reducidas sus posibilidades creativas cultural y socialmente.
Por otro lado, si el elitismo apocalíptico se muestra mezquino y escéptico, tampoco se trata de embellecer lo “popular”. Tomando nuevamente a Gramsci, lo “popular” incluye distintas capas, con elementos progresistas y reaccionarios [5], y aunque estos últimos no están dados para siempre y puede reformularse y criticarse, sus análisis no tienen nada de complacientes con ellos. La reivindicación de los integrados de no desdeñar los intereses y el “gusto” de las masas, pero sin discutirlo, en muchos casos es condescendiente y acrítica con las expresiones de la cultura popular misma, como si allí no abundaran los prejuicios. Muchas expresiones culturales, no directamente impuestas por la industria cultural, son claramente reaccionarias: los cantitos de la cancha son ejemplo de ello, plagados de xenofobia, machismo y desprecio de clase. Pueden analizarse los porqués de estas “tradiciones”, a la larga, contradictorias con sus intereses, pero sin duda también lo popular necesita de la crítica.
Los marxistas no decimos qué tendencia estética debe seguirse, qué temas debe tratar el arte, ni qué tecnologías está bien usar o no para producir cultura, pero sí denunciamos claramente que el capitalismo es un mal caldo de cultivo para la producción cultural. Una cultura realmente producida y disfrutada por todos, que exprese el “cultivo” de nosotros mismos y de la sociedad, se juega entonces en la necesidad acuciante de acabar con este sistema social. Trotsky decía que el arte y la cultura pueden ser un termómetro de la vitalidad de toda una época [6]; si es cierto que en determinadas épocas el termómetro ha marcado temperaturas inhabitables, no deberíamos renunciar a cambiar radicalmente el clima.
COMENTARIOS