Notas sobre Victor Serge, su vida y sus libros, a propósito de un artículo de Noé Jitrik.
Demian Paredes @demian_paredes
Sábado 7 de mayo de 2016
Días atrás Página/12 publicó en su contratapa “Años perdidos, decepción y promesa”, de Noé Jitrik. Allí comenta un libro que le presté: Los años sin perdón, novela del militante y escritor (de nacionalidad belga-rusa) Victor Serge.
Como una forma de retribuir la generosidad de Noé, y para los lectores interesados en lo que contó, quiero sumar algunos datos acerca de este libro y su autor, y cerrar con una anécdota muy particular sobre el mismo, la que aludo en el título.
Serge, nacido en 1890 en Bélgica, fue socialista desde muy joven, apenas adolescente. Con su familia, en una situación de humildad y penurias, recorrió varios países de Europa (Francia, España), y fue anarquista por esos años. Conoció la cárcel en varias oportunidades y, en 1917, con la Revolución Rusa, se hace bolchevique: llegó a Rusia en 1919 y trabajó junto a Máximo Gorki. Fue parte de la Internacional Comunista, también conocida como III Internacional. Fue editor, traductor y periodista. Estuvo junto a Gramsci y Lukács, e integró, durante un tiempo, la Oposición de Izquierda de León Trotsky, en lucha contra la burocracia de Stalin. Nuevamente encarcelado, encerrado en el gulag, hacia fines de la década de 1930 una amplia campaña internacional pidiendo por su libertad –con importantes personalidades de la cultura– consigue sacarlo, y Serge, aunque debió dejar (perder) varios libros terminados, que le confiscaron, partió al exilio, para terminar recalando en México.
Junto a Los años sin perdón, una novela publicada en la colección de Ficción de la Editorial de la Universidad Veracruzana en 2015, y El caso Tuláyev, novela inspirada en el “affaire Kirov”, Serge es autor de otros libros. Junto a su literatura (que recoge temas y “estilos”: la novela “psicológica”, el “thriller político”; ciertos “aires” que recuerdan a otras importantes escrituras, como las de Sebald y Semprún, además de John Dos Passos, influencia reconocida por Serge, aunque su “impresionismo literario” no le gustaba; tenemos “una mirada excepcionalmente refinada y sabia”, como dice Noé), las obras más “puramente” históricas y políticas se destacan por su calidad, contundencia y precisión. Se encuentra, por ejemplo, Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión, un pequeño folleto, también llamado La lucha contra el zarismo, que da cuenta de los métodos y el accionar de la Ojrana, la policía secreta del Zar, tras poder acceder, luego de la revolución, a los documentos y archivos, donde encontraron “biografías y hasta buenos tratados de historia de los partidos revolucionarios” y “entre treinta y cuarenta mil expedientes de agentes provocadores que habían sido activos durante los últimos veinte años”. Otro libro fundamental es El año I de la revolución rusa, un importante trabajo del mismo parangón que los Diez días que conmovieron al mundo de John Reed, aunque aquí, claro, el imponente fresco histórico recorre todo un año (Serge, además, fue quien recibió a Reed cuando llegó a Rusia). (El año II de la revolución rusa, quedó perdido, y seguramente destruido para siempre, entre otros libros, por obra y gracia de la burocracia estalinista.) Está también Literatura y revolución, “‘librito’ que se alzaba contra el conformismo de lo que llamaban la ‘literatura proletaria’”. Y tenemos Vida y muerte de León Trotsky, una obra que si bien no tiene la monumentalidad de la famosa trilogía de Isaac Deutscher, es sumamente valiosa, habida cuenta de los largos párrafos –entrecomillados– de Natalia Sedova, la compañera de Trotsky, quien charló largamente con Serge y dio su testimonio, recogido en el libro.
Serge también publicó su autobiografía, intitulada Memorias de mundos desaparecidos, renombrada posteriormente Memorias de un revolucionario. En esa apasionante historia que cuenta, la suya y la de las primeras cuatro convulsivas décadas del siglo XX (“crisis, guerras y revoluciones”, decía, sumamente sintético, Lenin), Serge da cuenta o explicita su ruptura con Trotsky, por diferencias políticas, nada menores por cierto; por ejemplo qué política tener, en medio de la guerra civil española, ante el gobierno del Frente Popular (mientras que Trotsky y los suyos criticaron al POUM de Andrés Nin, Serge estaba de acuerdo con que esta fuerza política, “filotrotskista” por así decir, ingresara al gobierno, a la Generalitat de Cataluña, para intentar “controlar e influir en el poder desde el interior”).
Con todo, Victor Serge continuó siendo hasta el último día de su vida un férreo opositor al sistema capitalista, un marxista y un libertario (“sufrí un poco más de diez años de cautiverios diversos, milité en siete países, escribí veinte libros. No poseo nada”, escribió en la autobiografía. Y también, que sus libros, “completamente documentados, escritos con la única pasión de la verdad, han sido traducidos en Polonia, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Argentina, en Chile, en España: nunca, en ninguna parte, han impugnado una sola línea, nunca me han opuesto un argumento. Nada más que la injuria, la denuncia y la amenaza”). Finalizó sus días como un militante más de la clase trabajadora, en 1947, en México. El mismo México que recibió a Trotsky, y que fue testigo, unos años atrás, del encuentro entre éste y el “pope” del surrealismo, André Breton, y vio nacer, junto con la participación del muralista Diego Rivera, el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”. (Una historia que se puede conocer en una publicación recientemente aparecida de Ediciones IPS/CEIP, El encuentro de Breton y Trotsky en México, que trae además un excelente ensayo introductorio de Eduardo Grüner.)
Para finalizar: la anécdota. Cuenta el mítico “boedista” Elías Castelnuovo, en una semblanza de Serge, que lo conoció cuando viajó a Rusia, hacia finales de 1931: “Residía entonces en la ciudad de Leningrado y se hallaba aún, aparentemente, en buenas relaciones con el partido”. Serge presidía la Asociación de Hispanistas, una “agrupación de intelectuales integrada por setenta rusos que hablaban todos perfectamente el castellano”. Castelnuovo estaba instalado en Dom Uchoney, en un “viejo edificio” frente al río Nevá. Y relata: “Yo me había llevado de aquí un cilindro de yerba, conocida allí por paraguaysky chay, té del Paraguay, y a cada hispanista que me visitaba lo recibía como si hubiese estado en la República Argentina. Esto es: encendía el calentador y le cebaba mate. Confieso que experimenté más de un fracaso en este sentido. A pesar de la curiosidad que mostraban todos por conocer ‘eso’ que únicamente conocían a través de las novelas de Eduardo Gutiérrez o de Benito Lynch, algunos, no bien chupaban un poco la bombilla y le sentían instantáneamente el gusto al yuyo paraguayo se ponían colorados de golpe y escupían violentamente el líquido contra el piso como si hubiesen ingerido un veneno. Otros, más precavidos, succionaban con cautela, mas, en cuanto tragaban un poco, estiraban el pescuezo y se quedaban duros. Para disimular su impresión, éstos, en vez de ponerse colorados, se ponían amarillos”.
Termina Castelnuovo: “Serge por el contrario, se había aficionado al mate en España y se prendía al cimarrón exactamente igual que un criollo”.
Son para sumarse los deseos de Noé Jitrik de que la obra de Victor Serge –alguien que no es “reclamado” ni en Rusia, ni en Francia o Bélgica, ni en España– se pueda recuperar y volver a publicar, que se difunda y conozca.