Al igual que lo sucedido hace unos meses en Estados Unidos con el asesinato de George Floyd, en Colombia la semana pasada se desataron una serie de protestas en las calles contra el cotidiano abuso policial. Las jornadas de protestas se iniciaron en Bogotá el 9 de septiembre tras conocerse el video sobre cómo fue ejecutado por la policía el taxista Javier Ordoñez. Las imágenes difundidas de la agresión que sufrió la víctima en la vía pública, el pedido de auxilio cuando solicitaba a los gritos “ya, por favor, no más”, “agente, le ruego” cuando se encontraba inmovilizado mientras le disparaban con las pistolas taser, desataron una rápida ola de movilizaciones en la capital y en diferentes ciudades como Soacha, Cali y Medellín. Ante ello, la represión de las fuerzas de seguridad se incrementó contra los manifestantes a través del empleo de armas de fuego, dejando un saldo de catorce muertos y más de cien heridos.
En ese escenario, en cuarenta y ocho horas el descontento popular se expresó con la destrucción de 54 de los 130 Comandos de Atención Inmediata (CAI) [1] que hay en Bogotá (de los cuales 17 fueron incinerados) junto con el destrozo de varios móviles policiales. A eso se añadió el incendio de más de 200 buses del sistema de transporte Transmilenio y el ataque a un centenar de establecimientos comerciales. Al decir de un cronista, las jornadas vividas en esos días hacían recordar el Bogotazo del 9 de abril de 1948 cuando parte del centro de la ciudad fue destruido tras el homicidio del líder del partido liberal Jorge Eliécer Gaitán. En ese sentido, el odio contra la institución policial se generalizó sobre los trabajadores y los jóvenes cuando se conoció que Ordoñez fue trasladado con vida al CAI del barrio Villa Luz de la capital; siendo asesinado tras sufrir nueve fracturas en el cráneo, lesiones en las costillas y el hígado reventado mientras se hallaba bajo custodia de las fuerzas de seguridad en ese recinto de detención.
El ataque concentrado y dirigido contra los CAI expresaron la bronca que se vive en forma diaria en los barrios más humildes contra el abuso policial. Estas instituciones locales, creadas a fines de la década del ochenta, se convirtieron en lugares identificados por la sistemática violación de los derechos humanos. En los últimos años se denunciaron numerosos hechos como golpizas, sobornos, abuso sexual, tráfico de drogas, torturas y hasta muertes, elementos que sirvieron como combustible para los manifestantes de esa semana.
Cabe subrayar que la represión ejercida durante esas jornadas no fue un mero hecho protagonizado por algunos agentes que se extralimitaron en sus “funciones” como lo quiso presentar el gobierno de Iván Duque y sus distintos voceros nacionales y locales; por el contrario, la violencia contra los manifestantes fue producto de una orden expresa impartida por las autoridades para que actúen en forma coordinada con plena garantía de que van a salir impunes de las atrocidades cometidas.
La policía nacional colombiana por su estructura, su formación, sus labores de control de la población y su fuero legal la convierte en una dependencia subordinada al Ministerio de Defensa. No fue la primera vez que ha recibido denuncias por sus altos niveles de sobornos asociados al narcotráfico, a la economía ilegal en articulación con organizaciones delincuenciales. Más aún, esto incluye al principal responsable de la represión de los últimos días el director de la policía el general Óscar Atehortúa, quien enfrenta desde hace varios meses un proceso penal y juicio disciplinario por su presunta responsabilidad en actos de corrupción. Al igual que lo ocurrido con el asesinato (aún sin castigo) de Dylan Cruz por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) durante el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, los uniformados implicados podrán alegar que se trató de un “acto de servicio” por lo que pedirán acogerse a la autoridad de la justicia castrense.
Ante todos estos hechos cabe preguntarse: ¿qué está sucediendo en Colombia? Desde su conformación como estado nacional en el siglo XIX, la historia del país se ha visto envuelta por innumerables hechos de violencia social originados por una clase dominante que se ha perpetuado en el poder a toda costa, a través de la coerción estatal y el empleo de la coacción legal e ilegal. De manera clara, los conflictos de clase se fueron multiplicando en el transcurso de la pasada centuria: desde las masacres de las bananeras en 1928 retratadas magistralmente por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad hasta los últimos acontecimientos de estos días.
Acaban de pasar dos años desde la llegada de Duque a la primera magistratura de la nación de la mano de su artífice el expresidente Álvaro Uribe. En esos meses, el Poder Ejecutivo ha mantenido básicamente los principales lineamentos ideológicos de su agrupamiento partidario de ultraderecha (el Centro Democrático) pero sin la fuerza política de su mentor. Si bien es cierto que aún es apresurado extraer conclusiones sobre su gobierno, se pueden comentar algunas características de su gestión.
En cuanto a la política exterior, a pesar de ciertos cambios ocurridos en América Latina entre los años de las presidencias de Uribe y la actualidad, Duque ha mantenido una diplomacia alineada a Washington tanto en materia militar como en su ofensiva hacia el gobierno de Nicolás Maduro. Tanto la presencia de una unidad militar de élite de Estados Unidos en territorio colombiano (la Asistencia de Fuerza de Seguridad, SFAB, por sus siglas en inglés) como la probable colaboración en la incursión marítima en aguas venezolanas, ambos hechos ocurridos en el presente año demuestran ciertas líneas de continuidad con el exmandatario antioqueño.
En términos similares, el gobierno no ha modificado un ápice el modelo de acumulación capitalista sostenido, por lo menos, desde la década del noventa. Más aún, ha sido un fiel seguidor de la política de Seguridad Democrática inaugurada por Uribe en su primera presidencia por la cual se buscó garantizar un “marco de confianza” para atraer a los grandes inversores de capital. En ese sentido, los ejes centrales han sido mantener tanto una política de corte extractivista vinculada a las exportaciones como la de beneficiar a los grandes grupos empresariales con generosos subsidios y ayudas monetarias. Valga como ilustración, el préstamo otorgado por 370 millones de dólares a la aerolínea Avianca Holdings con recursos del Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME), perjudicando el presupuesto económico originalmente diseñado para atender la actual crisis sanitaria [2] .Simultáneamente, no ha dudado en proseguir con el esquema financiero clásico de sus antecesores; así en el pasado mes de marzo solicitó un crédito flexible al Fondo Monetario Internacional por US$11.000 millones con un plazo de vencimiento de entre tres y cinco años [3] .
Todo este apoyo a los grandes grupos empresariales y al sector financiero, en detrimento de los trabajadores ha sido impuesto a través de una clara política de corte autoritario. En primer lugar, Duque se ha valido de los poderes de excepción más que cualquier otro mandatario desde la Constitución de 1991. En pocos meses, expidió 115 decretos legislativos (o sea, con fuerza de ley) sobre un total de 386 decretos expedidos desde que se firmó la última carta magna[[El Espectador, 6 de septiembre de 2020.]].
En segunda instancia, el actual presidente no ha dudado en cuestionar seriamente la actuación del Poder Judicial, en particular a la Corte Suprema, en ocasión de la detención domiciliaria preventiva del expresidente Uribe ordenada en el pasado mes agosto. Si bien el antioqueño fue acusado por los delitos de soborno a testigos en actuación penal y por fraude procesal, su imputación posibilita el camino para que también se lo juzgue por sus responsabilidades en crímenes con vínculos con el paramilitarismo (sobre todo, las Autodefensas Unidas de Colombia), al narcotráfico y masacres cuando ejerció como gobernador de Antioquia (1995 a 1997) y como primer mandatario entre 2002 y 2010. Cabe recordar que, durante 1998 y 2014, la Fiscalía General de la Nación notificó 2248 ejecuciones extrajudiciales; correspondiendo 97% del total registradas durante las presidencias del mencionado incriminado [4].
En tercer lugar, al igual que su mentor y el gobierno de Juan Manuel Santos que lo precedió, Duque ha sostenido (y sostiene) un estrecho vínculo con el ejército y el modelo de defensa diseñado desde hace varias décadas. Ahora bien, los uniformados no solo se han beneficiado por su alta participación en el erario fiscal sino también han tenido una amplia intervención en tareas de inteligencia militar; en particular, a través de un programa de seguimiento informático sobre periodistas, políticos, dirigentes laborales, activistas sociales, entre otros, durante gran parte del 2019.
Por último, no por ello menos importante, el andar autoritario de Duque se ha nutrido centralmente por el aumento de los crímenes contra ambientalistas, líderes sindicales y campesinos cometidos bajo el amparo de su gobierno tanto empleando fuerzas legales como ilegales. La ola de violencia que castiga a amplios sectores de la población en los últimos años ha puesto en debate escenarios y debates similares a lo vivido bajo las presidencias de Uribe.
Los asesinatos sistemáticos de líderes sociales y las crecientes masacres sobre pueblos indígenas que vienen ocurriendo son la expresión de una nueva y cruenta violencia del denominado posconflicto. Sin abundar en detalles, el Acuerdo de Paz firmado en La Habana por el expresidente Santos y las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016 no ha cerrado el permanente ejercicio del terror e intimidación por parte de las autoridades nacionales y locales. Desde entonces han sido asesinados más de mil dirigentes sociales y defensores de derechos humanos, a eso habría que sumarle 226 exguerrilleros pertenecientes a las FARC que habían aceptado la conciliación. De acuerdo con informes del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) y de observadores de Naciones Unidas, en lo que transcurrió el 2020, con datos para fines de agosto, han sido asesinados 43 combatientes firmantes de la paz y se han registrado 46 masacres, dejando un saldo de 185 víctimas fatales. Si bien estos aniquilamientos se ejecutaron en diferentes zonas del país, los departamentos más afectados fueron Antioquia, Norte de Santander, Cauca y Nariño.
De manera clara se observa que el gobierno de Duque y el Centro Democrático se oponen al cumplimiento de lo pactado en los Acuerdos de Paz; además, no tienen la voluntad política para entablar conversaciones con otros actores insurgentes como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la autodenominada Segunda Marquetalia liderada por los antiguos dirigentes de la FARC como Jesús Santrich e Iván Márquez. En concomitancia con ello, el actual mandatario no brinda garantías de seguridad a los firmantes del pacto de pacificación, ni atiende socialmente a las regiones donde se desarrollaba el conflicto armado; tampoco desmantela las estructuras paramilitares como estaba contemplado en el escrito final firmado en La Habana. En otras palabras, todos estos elementos permiten comprender el recrudecimiento de la violencia a través de masacres y asesinatos de exguerrilleros, líderes sociales, indígenas, representantes de organismos de derechos humanos, etc.
Todos estos crímenes buscan intimidar a la sociedad y aniquilar los liderazgos al interior de la comunidad; así, en el ámbito rural, se ha empleado el terror para favorecer la apropiación de los territorios por parte de multinacionales y de grupos empresariales dedicados a los monocultivos de exportación. Este escenario ha sido acompañado por detenciones arbitrarias, atentados, amenazas, desapariciones y desplazamientos forzados sobre diversos colectivos sociales campesinos y aborígenes que resisten la erradicación de cultivos por parte del ESMAD y el ejército. En ese sentido, el hecho de que cada 72 horas asesinen a un indígena en alguna región del país, en particular, en el militarizado departamento del Cauca donde reinan de facto los paramilitares y las bandas dedicadas al narcotráfico, es un indicador de este fenómeno.
Esta situación de violencia estatal también tiene su correlato en las ciudades y en el ámbito laboral. En Colombia, históricamente ha existido una expresa vocación por parte de la clase dominante de impedir todo tipo de agrupamiento sindical; en ese sentido, son abundantes los episodios de persecución contra los trabajadores rurales y urbanos. Cuando no han alcanzado las leyes y las amenazas empresariales para impedir su organización, los distintos gobernantes han recurrido a la represión, ya fuese esta legal como ilegal. De acuerdo con datos suministrados por el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) entre 1984 y 2010, el número de sindicalistas que fueron víctimas de violaciones de derechos humanos fue de 4785, de los cuales 3000 de ellos fueron asesinados. De ese modo, los ataques se dirigieron contra trabajadores agrícolas, petroleros, mineros, docentes y personal de salud y, en particular, en estos últimos dos sectores hubo una importante cantidad de embates contra mujeres que se hallaban cumpliendo tareas gremiales. Asimismo, esto ha conducido a que el país posea una exigua tasa de sindicalización con relación a la Población Económicamente Activa (PEA), alcanzado la cifra de 4,2% en el 2009 [5].
Ahora bien, todo este panorama se aceleró desde la década del noventa cuando en el contexto de la apertura económica se aplicó una significativa modificación del Código Sustantivo del Trabajo a través de la Ley 50 de 1990. De esa forma, por medio de la nueva reglamentación se creó la figura de los fondos de cesantías con el fin de administrar los mecanismos de despidos; además, se legalizaron diversos tipos de contratos laborales. En la práctica, lo que se trató fue el de implantar un sistema donde prevalecieran los empleos temporales y la precarización del trabajo. Como resultado de ello, junto con los factores antes mencionados, en la actualidad, las dos terceras partes de la PEA no posee un empleo digno. Además, de acuerdo con un estudio efectuado por la ONG canadiense Cuso Internacional sobre la base de datos suministrados por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en el segundo trimestre de 2017 cerca de 3,2 millones de jóvenes que vivían en el ámbito urbano enfrentaron situaciones de precariedad laboral [6] . Por lo pronto, este escenario empeoró en este último año con el cierre de numerosos establecimientos como consecuencia de la pandemia. Entre otras consecuencias, la tasa de desempleo en términos generales alcanzó al 25% de la de la población, según cifras del DANE 13 millones de personas han perdido sus empleos; siendo la situación más agravante para las mujeres y los jóvenes. Así, por ejemplo, el desempleo juvenil en las ciudades alcanzó una tasa superior al 30 % [7].
A pesar de ello, los grandes grupos económicos y el gobierno de Duque no se conforman con este sombrío panorama que padece la clase trabajadora. En ese contexto, durante el pasado mes de agosto, el presidente sancionó una nueva reforma laboral de corte claramente flexibilizador a través del decreto 1174. Por medio de esta norma, las empresas se benefician con un nuevo régimen de contratación que impactan en la duración, la remuneración y la protección social. En los hechos, habilita la posibilidad de contratación por horas, estableciendo un sistema de empleo con costos laborales menores y con un alto componente asistencial a cargo del tesoro público [8].
Pese al escenario antes mencionado, la clase obrera ha demostrado su oposición al gobierno en diferentes protestas. Sin duda, dentro de ellas, la acción más importante fue el masivo paro nacional del 21 de noviembre de 2019. Esta medida de fuerza fue el punto culminante de un conjunto de movilizaciones de trabajadores y de estudiantes que se dieron en todo el país como confluencia de organizaciones sindicales y sociales.
Como observaron en su momento distintos analistas, el paro nacional generó una situación delicada para el gobierno. A pesar de ello, durante los primeros meses de este año, el presidente Duque volvió a recuperar una cierta tranquilidad en el marco del impacto inmediato que provocó la pandemia. Sin embargo, paradójicamente, la propia enfermedad condujo a que se desarrolle una nueva crisis por las secuelas que acarreó en términos sanitarios, económicos y por el incremento de la violencia policial. Quizás, los hechos ocurridos la semana pasada junto con el anuncio de nuevas protestas por parte de las centrales sindicales contra el decreto 1174 vislumbren la apertura de un nuevo escenario de conflictividad social.
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