El domingo pasado, vi con mi compañera The Eagle Huntress (2016), el documental de Otto Bell sobre la extraordinaria Aisholpan Nurgaiv. El film contó con la producción y relato en off de Daisy Ridley, la actriz que hace de Rey Skywalker en las últimas secuelas de Star Wars. Obtuvo un premio en el festival de Sundance y una nominación al BAFTA.
Martes 6 de abril de 2021 10:37
Aisholpan Nurgaiv es una joven kazaja que vive en el macizo de Altái, al oeste de Mongolia, con su familia trashumante de pastores y cazadores. Cada verano, abandonan su casa pueblerina en la estepa y se mudan a las montañas, donde hay mejores pasturas para su rebaño de cabras. Allí levantan su clásica yurta de lona, a la usanza de sus antepasados.
Haciendo caso omiso de los prejuicios sexistas de sus parientes mayores, y desafiando los arcaicos mandatos de género de su cultura étnica, Aisholpan y su papá acordaron hacer de ella lo que habían sido sus ancestros masculinos a lo largo de innumerables generaciones: una eximia bürkitshi, una cazadora que combinara la equitación con la cetrería, el arte de cabalgar y el arte de atrapar zorros –u otras presas– empleando águilas doradas especialmente adiestradas.
Esta tradición, tan característica de los pueblos nómadas del Asia Central, ya era muy antigua y prestigiosa en tiempos de Gengis Kan, que forjó su imperio entre fines del siglo XII e inicios del XIII. Según la evidencia arqueológica disponible, los orígenes de la cetrería con águilas en las estepas eurasiáticas se remontan al primer o segundo milenio antes de nuestra era.
Lo cierto es que, en 2014, con apenas 13 años, Aisholpan se convirtió en la primera concursante femenina del Festival de las Águilas Doradas, una competencia anual que se celebra en la localidad mongola de Sagsai desde 1999. Primera concursante, sí. Pero también primera ganadora, pues superó a todos sus rivales, hombres adultos que se contaban por decenas.
No caigamos en la exageración facilista con que algunos medios masivos de Occidente cubrieron la noticia. Prescindamos de su propensión al sensacionalismo, no exenta de eurocentrismo. Sepamos que hubo otras bürkitshiler en Mongolia, tanto en tiempos modernos como antiguos (el rigor histórico y la honestidad intelectual nunca están de más, y matizar lo que se dice jamás resulta pernicioso ni superfluo). Ellas siempre estuvieron en minoría marginal y por fuera de la ortodoxia consuetudinaria, desde luego. Pero haber, las hubo. Tampoco se trata de bajarle el precio al logro de Aisholpan, ni subestimar su valor simbólico para el feminismo contemporáneo. Aisholpan fue, insistimos, la primera en participar del Festival de las Águilas Doradas de Sagsai, y la primera ganarlo, siendo apenas una niña. Sería absurdo e injusto negar su proeza venatoria de 2014, o minimizarla con ligereza.
Por supuesto que muchos mongoles conservadores se enojaron ante tal innovación heterodoxa, especialmente los ancianos varones de la ruralidad tribal profunda. La antropóloga Dennis Keen habló en aquel momento, con realismo y preocupación, de una “reacción instintiva basada en una comprensión tradicionalista de la sociedad y los sexos”. Los cetreros consagrados de Mongolia y Kazajstán ningunearon a la muchachita «insolente», pretextando que ella solo podía embaucar a turistas ignorantes de la ciudad o del extranjero. La propia Aisholpan se refirió a esta animadversión atávica en más de una ocasión, y el documental de Bell también reflejó el problema. El film, de hecho, no culmina con el Festival de las Águilas Doradas de Sagsai, sino con el viaje solitario de la niña y su padre a las montañas de Altái en pleno invierno, contra la adversidad extrema del frío y la nieve, para demostrar que sus aptitudes cinegéticas no eran ninguna farsa cazabobos for export.
Pero la historia no puede ser congelada en un freezer por siempre. Los cambios sociales y culturales no pueden ser indefinidamente frenados, postergados. No olvidemos que, durante casi todo el siglo pasado, Mongolia fue un estado socialista bajo órbita soviética: la República Popular de Mongolia (1924-1992). Situada entre medio de Rusia y China, la axiología igualitaria de sus revoluciones, la ética niveladora del marxismo-leninismo, impactaron en ella. Las reformas agrarias y las escuelitas rurales esparcieron por todo el país el polen de la utopía comunista. Pero Mongolia no se salvó del extravío estalinista, ni tampoco de la tramposa Perestroika. Hoy, en pleno siglo XXI, ya no es socialista, pero algo quedó de aquel igualitarismo. El patriarcado no ha desaparecido en las relaciones de género, pero ya no tiene la omnipotencia que tenía hace más de cien años, cuando la nación se sacudió del yugo imperial manchú con la ayuda de los bolcheviques.
Moraleja 1: Mongolia no ha estado al margen de la historia, del devenir histórico. Ninguna sociedad puede estarlo. No hay diacronía sin cambio, temporalidad sin metamorfosis. Clío y Cronos van siempre de la mano, aunque a veces no se note.
Moraleja 2: la tradición no es algo rígido, estático, inmutable, inmodificable. Puede cambiar, y debe hacerlo. Tarde o temprano, las nuevas ideas se abren camino, guste o no guste, quiérase o no, renovando con su fecundidad el orden social heredado del pasado, sus costumbres, sus instituciones, sus normas…
Desde que Paine escribió su magistral Rights of Man en defensa de la Revolución Francesa, demoliendo cada uno de los sofismas ad antiquitatem de Burke, el tradicionalismo no resiste ya un debate intelectual o político mínimamente serio. Las tradiciones no pueden ser, per se, un imperativo categórico que haga callar la racionalidad crítica. Ninguna institución o costumbre es buena o legítima por el solo hecho de ser vieja. Con ese criterio absurdo, seguirían existiendo la Inquisición y la esclavitud por ley, y las mujeres no podrían estudiar ni votar. Es menester, pues, anteponer siempre la razón a la tradición, aunque haya tradicionalistas que pongan el grito en el cielo y auguren el fin del mundo.
Mientras en la lejana Mongolia se aceptó que las mujeres participen del Festival de las Águilas Doradas, exhibiendo sus destrezas cinegéticas e hípicas como bürkitshiler, en la provincia argentina de Mendoza todavía no se tolera la posibilidad de celebrar la Vendimia sin un pacato certamen femenino de belleza, como ha puesto recientemente de manifiesto la beocia reacción contra la ordenanza municipal de Guaymallén que prohibió tales concursos de banalidad tóxica, rémoras de un machismo cavernícola y cosificador. Ni la cultura ni la identidad milenarias del pueblo mongol –mucho más antiguas, por cierto, que las de nuestra Mendoza– naufragaron cuando Aisholpan innovó la tradición de la cetrería aguileña a caballo. ¿Por qué habría entonces de colapsar la cuyanidad, si dejamos atrás la inercia de elegir y aclamar reinas en el festejo vendimial? Mendoza no nació en 1936 con Guillermo Cano y Frank Romero Day, ni habrá de morir porque su legado –que esconde influencias non sanctas del fascismo europeo de Entreguerras– sea objeto de revisión crítica de cara al presente y el futuro.
“Cada edad y cada generación deben tener tanta libertad para actuar por sí mismas en todos los casos como las edades y las generaciones que las precedieron. La vanidad y la presunción de gobernar desde más allá de la tumba son la más ridícula e insolente de todas las tiranías. El hombre no tiene derecho de propiedad sobre el hombre, y tampoco tiene ninguna generación derecho de propiedad sobre las generaciones que la sucederán. (…) Lo que propugno son los derechos de los vivos, y me opongo a que se les arrebaten, se les controlen o se les contraten en virtud de la supuesta autoridad manuscrita de los muertos” (Thomas Paine, Rights of Man, 1791).
Que el tradicionalismo no obture la sana sinergia de la vida con el presente, momificando el pasado como una reliquia intocable, hasta convertirlo en un fósil y fetiche. Emancipemos la historia de la tutela asfixiante del filisteísmo anticuario. Aprendamos de Mongolia. Aprendamos de Aisholpan. Una #VendimiaSinReinas es posible. Breguemos para que eso suceda.
Post scriptum.— Para una crítica más pormenorizada del certamen vendimial de belleza, de su sexismo y banalidad, véase mi escrito Por una Vendimia sin reinas, publicado hace dos años en el semanario digital La Quinta Pata de Mendoza.