En el día Internacional del libro, el Grupo Literario Atenea rescata el valor de la Crónica y nos invita a leer una pluma ilustrada, ágil y versátil con nostalgia de los trenes y una respuesta inédita de Gonzalo Rojas.
Martes 23 de abril de 2019
La palabra “Crónica“, proviene del latín “chronica”, y deriva a su vez, del griego “Kronica Biblios”, que significa “libros, que siguen el orden del tiempo”. “En consecuencia, la crónica literaria se trata de un género literario incluido en la historiografía y consiste en la recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico. Su autor, se denomina cronista.
El escritor Gabriel García Márquez concibe la crónica como un género literario. Y al respecto, señala “La crónica es un cuento que es verdad”.
Para el editor peruano, Julio Villanueva Chang “elaborar una crónica es un acto muy costoso, al menos como yo lo entiendo. Es decir, una crónica es un gran reportaje muy bien escrito, un trabajo de campo con entrevistas, documentos y la suerte de ser testigo, y cuyo relato no aburra. Ello supone semanas o meses de dedicación, un editor cómplice del cronista, una historia en que los protagonistas cambian ante los ojos de su autor y donde el azar actúa sobre la realidad y también lecturas”.
Por tanto, la crónica es una obra literaria, que narra hechos históricos en un orden cronológico.
En este sentido, la crónica literaria siempre pretende aportar valores artísticos, que proporcionen un goce estético a los lectores.
Entre las características fundamentales de la Crónica Literaria, figuran:
En nuestro país, los primeros exponentes de este género literario fueron soldados, que como testigos presenciales, registraron por escrito su experiencia en la conquista del Nuevo Mundo. Con el tiempo, aparecieron los cronistas ilustrados, dedicados a las letras o la historiografía. Entre los más destacados se encuentran sacerdotes como Alonso de Ovalle , en el siglo XVII y Juan Ignacio Molina a mediados del siglo XVIII, además de algunos nombres que prolongan la tradición cronística castrense, como Vicente de Carvallo y Goyeneche o José Antonio Pérez García.
En el siglo XIX, adquirió gran realce, la escritura de crónicas y artículos de costumbres, debido a la necesidad de afianzar el sentimiento de una tradición cultural propia, y se gestó, entonces, el movimiento literario de 1842, en el cual destacaron como cronistas: José Joaquín Vallejo (Jotabeche) y Joaquín Díaz Garcés.
Posteriormente, durante las primeras décadas del siglo XX, con el auge del periodismo moderno, aparecieron nuevos diarios y revistas, y con ello, surgió un nuevo espacio para el trabajo cronístico de escritores y periodistas. Desde esa época, la crónica se consolidó como un género de lectura masiva, no solo por su difusión a través de la prensa, sino también, por sus características peculiares. Grandes cronistas de ese tiempo fueron: Joaquín Edwards Bello, Alberto Romero, Daniel de la Vega, Jenaro Prieto y Humberto Cortés (conocido como Homero Bascuñán).
En la segunda mitad del siglo XX, sobresalieron como cronistas: Carlos León Alvarado, Rafael Maluenda, Hugo Silva, Santiago Mundt, Hugo Goldsack, Luis Sánchez Latorre (Filebo), Roberto Merino y Pedro Lemebel, entre otros.
En esta oportunidad, como una forma de conmemorar el “Día Internacional del Libro”, deseo destacar de manera especial, para el deleite de los lectores, el trabajo como cronista, del escritor Eduardo Robledo, miembro del Grupo Literario Atenea, poseedor de una pluma ilustrada, ágil y versátil, que destaca por su talento y oficio dentro de este género literario.
El eximio poeta y Cronista, Eduardo Robledo, miembro del Grupo Literario Atenea
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“La vuelta del tren chileno en leguas de la memoria”
Por Eduardo Robledo
Tal vez, sea el ícono más importante del desarrollo en el país y al cual Chile le debe su posición de nación en vías de desarrollo; por todos los millones de toneladas de materias primas, que movilizara al Pacífico. Desde que partiera la primera locomotora vocinglera, abriendo los inhóspitos caminos del norte y sur de Chile, desde que el primer pitazo alertara, alegrando o espantando a las multitudes, que lo escucharon o vieron un 25 de diciembre de 1851, en el primer tramo, de 81 kilómetros entre Caldera a Copiapó. Con ello, se sellaría un antes y un después, para el progreso de un país sumido en el atraso y la pobreza.
En este grito a la modernidad, está la señera visión del Norteamericano Guillermo Wheelwright, hijo de padres ingleses puritanos, que por inclemencias climáticas, naufragara frente a las costas del Mar del Plata. Después, de permanecer dos años en Buenos Aires, decidió emigrar a Valparaíso, por entonces, uno de los puertos más activos de Sudamérica, en donde echa rienda suelta a su afán progresista, promoviendo la creación del primer cuerpo de bomberos del puerto; no conforme con ello, brota en él la gran idea de tender una línea férrea entre Santiago y Valparaíso; causando estupor y escepticismo, teniendo que lidiar con los conservadores intereses de la época, como los del marqués de Illapel, José Miguel Irarrázaval, cuyo discurso hostil, irrumpió en el hemiciclo del senado; refiriéndose a la propuesta del americano en estos términos “…Esto no me gusta y no debería tampoco ser del agrado de sus señorías; el ferrocarril significará un golpe de muerte a los birlochos, a las diligencias, a las carretas y a las tropas de mulas. Por eso, yo les exijo pies de plomo a sus señorías, antes de dar el irreflexivo paso que se les ha pedido…”.
Wheelwright agobiado por el devaneo de la poca prospectiva de los congresistas chilenos, decide trasladarse a Copiapó, próspera zona de explotación minera, de preferencia plata y Salitre, éste último, conocido también como “oro blanco”; aprovechando su nueva residencia, demuestra con creces sus capacidades de un constructor de futuro, como se vio reflejado en la creación de la primera línea telegráfica del país, una planta de agua potable y una refinería de gas para el alumbrado público. Pero, su sueño, era ver una locomotora en movimiento, que surcara el desierto más árido del mundo. Finalmente, en 1849 el tozudo Wheelwright, es escuchado por el gobierno chileno, representado por el presidente Manuel Bulnes, firmante del decreto que crea “La Compañía del Ferrocarril de Copiapó”, dicha concesión montará una línea férrea entre Caldera y Copiapó, financiada por la dispuesta señora Candelaria Goyenechea, cuyas obras estuvieron a cargo de la “Compañía del Camino Ferro-Carril de Copiapó”. La mano de obra de 600 hombres elegidos por Wheelwright, -los primeros carrilanos de Chile- conducirán en la adversidad del clima y la geografía, a una de las proezas más titánicas, de las cuales se tenga memoria. A modo de anécdota, Raúl Morales Álvarez, cuenta en un artículo de la revista En Viaje: “…Wheelwright admiraba a sus trabajadores. Era tal la rapidez de sus brazos templados y curtidos por el sol, que un día les presentó un desafío…Niños -les dice-les pagaré 20 pesos si llegamos a Copiapó para la Pascua. De ésta manera, los “niños corajudos”, aceptan el desafío, entrando a Copiapó para la Pascua.” Y casi alcanzándolos de atrás, la locomotora del irlandés John O’donovan, el primer maquinista que circundara el desierto chileno.
Luego, de éste hito inaugural, florecieron decenas de sólidas huellas de acero en el Norte Grande, que sacaron el inagotable yacimiento salitrero, además, de oro, cobre y plata, en dirección a los puertos del Pacífico. Sólo en el año 1.900, se extrajeron, un millón quinientas mil toneladas, es decir, el equivalente a 200 barcos veleros, que atravesaron el Cabo de Hornos cargados de salitre, a diversas latitudes del mundo.
Pero, la hegemonía de este gran negocio, quedó bajo el control inglés de la Nitrate Railways Company, el ferrocarril más importante de la zona salitrera, con dos rutas primordiales: de Iquique al Norte, hasta el puerto de Pisagua y la del Sur, hasta Lagunas y Pintados, que operaría hasta los años 50 del siglo pasado.
Aunque, a este país le fuera arrebatado el manejo de sus propias riquezas, de todos modos, el tren imantó progreso; donde éste se detuviera a descargar o a dejar pasajeros, se formaba un pequeño caserío que terminaba en un pueblo o una gran ciudad, y en esta concordancia urbana, aparece un valor tangible, de gran contenido en la memoria. Desde sólo a pocas décadas, de la conformación de nuestra nación republicana, un tren que ha estado en el vibrato social y cultural, proporcionando a la vida aristas insospechadas. De hecho, el paso de un tren por una estación, significaba un evento que no dejaba indiferente a hombres y mujeres que se paseaban con distintos intereses de un extremo a otro de la estación, haciendo creer la espera o el embarque de un próximo convoy; en algunos casos, las estratagemas disimulaban ansias de conquista, o el encuentro de amantes furtivos en el arrebol del ocaso, en el bien predispuesto desvío a la hora de la misa. Cientos de artistas, fueron esperados por las multitudes histéricas en las estaciones del Norte al Sur de Chile. Este efecto de conectividad, se vio reflejado también, en regiones, cuando el trabajo escaseaba, los obreros se transportaban en tren, para una búsqueda más expedita de las plazas laborales en provincias vecinas. En lo cultural, no podemos omitir el enorme acervo literario, que el tren provocó en nuestros escritores, la musa de metal, se ha paseado por miles de páginas escritas con su nombre; la nostálgica poemática de Teillier, el sueño de Neruda queriendo ser maquinista, o el delirio de Pablo de Rokha y de tantos poetas, escritores y cronistas, que vieron pasar una locomotora con su penacho de humo escribiendo en el firmamento. En una entrevista con el poeta Gonzalo Rojas en el año 2005, me respondió la siguiente defensa del tren:
E.R._ Hace unos minutos usted me hablaba que su casa es longilínea como un tren ¿Cómo recuerda el tren o como ha sido su relación con esa ballena de metal?
(1)G R_ “Como el país es longilíneo, entendemos la urgencia vital, vibrante, sonora del tren, adorable criatura de fierro y de madera, antes de carbón, ojalá hubiera durado el carbón con él. El tren, el tren, es un tesoro, los grandes parajes, los grandes países del planeta, occidentales y orientales siguen con el tren. Chile se sustrajo al tren, nos podaron el tren. Yo vivía fuera del país, en el exilio, y no supe nunca, por qué se había cerrado. El ejercicio vivo de la trenidad, es un instrumento de la respiración de uno, yo nací respirando tren, viviendo tren. Desde que tenía cinco años, salí del paraje donde nací, con mi madre, porque yo se lo exigí a ella de puro llorón y lloré tanto que me llevó en un viaje a lo largo de Chile. En tren me fui con una mujer hermosa, que es la madre de mi hijo Tomás. Cuando era una chica de 18 años, me la robé y me fui con ella en tren, a las zonas altas de la cordillera, por allá, por Copiapó. Todo ha sido en tren, ahora, último menos tren, que pena, el tren va conmigo yo lo oigo pitar, suena el tren, hay un vocerío de tren en la sangre de uno, no soy ferroviarístico como el señor Neruda, soy minerístico, soy minero carbonífero, pero, el carbón tenía que ver con el tren y el olfato era un prodigio en diálogo con el tren, porque te entraba todo el carbón por la nariz, por el tabique, uno se llenaba de un tren de humo.
Qué bonito todo el diálogo con el tren, quieren volver a los trenes en Chile. Sí, se han descarrilado últimamente, en los últimos años, pero el país también se había descarrilado de lo lindo, todo se había descarrilado…”
Tal como lo anticipara Gonzalo Rojas, el tren vapuleado por el monopolio de las ruedas y los cancerberos de los distintos gobiernos, no han dado pie atrás en desmantelarlo, en quemar y abandonar sus estaciones y ramales, convirtiéndolo en una ruina para ser vendida, hasta sacar sus últimas gotas; de este pillaje, la otrora Concertación de partidos políticos, tendrá que asumir la responsabilidad, de la pérdida de la friolera de millones de dólares en nombre de “la recuperación y modernización del tren chileno”. En una entrevista, que me concediera el economista de transporte para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Yan Thomson, en el año 2.000 deslizó la siguiente idea: “…El tren en Chile, tendría que volver en unos 50 años más, por la consecuencia propia de la escasez del combustible en el mundo…”. Empalmado a ello, cuando el tren comenzó a peligrar, a causa del acelerado incremento del transporte de camiones con sus costosos gastos operativos, sale en su defensa, el ingeniero de ferrocarriles y escritor Antonio Montero, con una conferencia dictada en la Universidad de Concepción en 1964, donde señala enfáticamente que: “…El uso del camión nunca será más barato para el país que el tren, de hecho, las naciones desarrolladas modernizan cada vez más sus rutas ferroviarias, lo que redunda en el incremento de sus economías para sus respectivos erarios…”. En éste sentido, Chile tendrá que dar un paso obligado, en la concordancia de una visión que resurja para ésta nación, que aún es frágil económicamente. No nos podemos dar el lujo de prescindir del tren, y esperar décadas y décadas para mostrar la voluntad de su restablecimiento, como el derrotero a seguir; con más razón, si somos longitudinales con voluminosas perspectivas de desarrollo, que se verán vedadas por la presente crisis energética que golpea frecuentemente la estabilidad económica, redundando directamente en la población, en lo que respecta al desmesurado costo de la vida que tiene que afrontar.
El caballo de hierro, la ballena de metal, volverá a dar su zancada, su deslizamiento magistral del progreso, bordeará cerros y montañas anotando un nuevo itinerario al futuro, calará el desierto nuevamente, volviendo a levantar pueblos que quedaron dormidos después de su partida.
A lo lejos, se escucha esa locomotora vocinglera, con los vítores, gritos y brazos desnudos, apareciendo por las ventanas de esos corajudos carrilanos, que libraron la gran batalla de Chile, ante las adversas latitudes del territorio. Por eso, cuando entren a un vagón desvalijado, les será fácil imaginarlo con sus faroles encendidos y sus derroteros de un pasado que se niega a morir.
Respuesta inédita del poeta Gonzalo Rojas, de la entrevista de Eduardo Robledo año 2005.
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