Antes de que la pandemia de coronavirus estallara en Italia a principios de este año, Iside Gjergji publicó Sociologia della tortura. Immagine e pratica del supplizio postmoderno, de Edizione Ca’Foscari. En esta obra, la autora no considera a los cuerpos torturados como objetos subyugados por el poder, sino como cuerpos que revelan la pertenencia a una clase social. De allí que hable de "cuerpo-clase", un concepto que le permite comprender los fundamentos de la persistencia histórica de la tortura como un fenómeno sociológico.
Tuvimos la oportunidad de encontrarnos en Roma donde, espresso mediante, conversamos sobre su último trabajo. Hablamos del Chile de Pinochet, donde la teoría de los Chicago Boys combinó neoliberalismo con dictadura y torturados; de Irak, convertido en el Estado que es "el sueño de cualquier capitalista" para sus inversiones, mientras la policía militar de EE.UU., agentes de la CIA y contratistas militares torturaban a prisioneros iraquíes en Abu Ghraib. También conversamos sobre su adolescencia en la Albania de los años ’80 y mucho más, en un café del ajetreado barrio Esquilino, transitado más por esforzados trabajadores inmigrantes que por adinerados turistas.
Iside Gjergji nació en Albania y migró a Italia a los dieciséis años. Es socióloga y jurista. Su labor como docente e investigadora es sobre migración, trabajo, racismo y teoría social. Fue profesora en la Universidad de Stanford (EE. UU.) y es investigadora del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra (Portugal). Ha publicado Sulla governance delle migrazioni. Sociologia dell’underworld del comando globale, con Franco Angeli (2016) y Uccidete Sartre! Anticolonialismo e antirazzismo di un revenant (2018). En esta ocasión, comenzamos hablando de su último libro.
¿Cuál es la tesis de este nuevo libro que publicaste recientemente?
La tesis principal del libro es no considerar a la tortura como expresión de la maldad innata del ser humano, sino como un fenómeno social que no se aplica sobre cualquier cuerpo. En toda coordenada geográfica y en todo tiempo histórico, la tortura se aplica casi siempre, sobre los cuerpos de las clases que sostienen el sistema productivo. Desde la esclavitud hasta ahora, los que han sido torturados en masa han sido siempre los cuerpos proletarios. Y aunque hay algunos casos de tortura a pequeñoburgueses o burgueses, se trata de aquellos que defienden la causa de los explotados; es decir, se los tortura porque se los considera traidores a su clase. Estos casos no invalidan la tesis de que la tortura se aplica, de un modo particular, contra un segmento de la población y este segmento de la población -desde la Antigüedad hasta hoy- ha sido siempre el de los explotados. Ésta es una prueba de que la tortura está ligada siempre, directamente, a la economía, al sistema de producción y no a la forma de los regímenes políticos o institucionales. Cualquiera que sea la institucionalidad o la forma de gobierno, la tortura siempre ha golpeado al mismo segmento de población.
En la esclavitud, la tortura era una condición sine qua non: no se puede comprender la esclavitud sin la tortura. En cualquier circunstancia, como ha dicho un autor norteamericano, la tortura era la tecnología de la época, aquello que permitía aumentar la productividad del esclavo. En América, la producción masiva fue introducida mediante la esclavitud de africanos deportados en masa, incluso antes de que se desarrollaran las grandes fábricas capitalistas en Europa. En las plantaciones, donde llegaban a trabajar hasta 50 mil personas esclavizadas, la tecnología introducida sistemáticamente, que permitía el aumento de la productividad, era la tortura.
Desde el comienzo del libro, la autora señala este propósito de la tortura: “Siempre tiene como objetivo final la deshumanización de las víctimas y los grupos sociales a los que pertenecen, así como -y esta es la perspectiva particular del libro- el control y desvalorización de su fuerza laboral” [1].
¿De qué manera se expresa esta relación en el proletariado actual?
La tortura ha sufrido, como todos los otros ámbitos de la existencia en el capitalismo, las transformaciones del modo de producción. Por lo tanto, si hay un paso del fordismo al posfordismo, las mismas variaciones las encontramos en la tortura. La tortura posmoderna, contrariamente a la tortura moderna, se lleva a cabo a través de una gran cantidad de especialistas y hay una división mayor del trabajo que tiende –al menos idealmente– a obtener un resultado just in time. El trabajo es segmentado: hay un electricista que se ocupa del voltaje, un psicólogo que debe evaluar el punto de ruptura o quiebre del equilibrio mental del torturado, etc. También el aspecto psicológico de la tortura tiene mayor importancia. Este pasaje del cuerpo a la mente, la ultra segmentación en la división del trabajo y el intento implícito del efecto just in time hacen de la tortura un elemento que se sobrepone al modelo productivo, incluyendo una tendencia fortísima a la privatización. No es solo el Estado el que detenta el poder de torturar, sino que también delega el control social, las cárceles, a empresas privadas. Prácticamente, se privatiza la tortura.
Esta relación que establecés entre la tortura de masas y las clases explotadas discute o se opone a la idea de biopolítica…
Sí, es una tesis que va muy a contracorriente respecto del pensamiento que se ha desarrollado sobre la violencia de la tortura, donde las teorías de Foucault y Agamben son hegemónicas. Critico fuertemente estas teorías, sobre la base del pensamiento de Marx. Estos autores, en general, nunca consideran el cuerpo al interior de la dinámica social. Al contrario de Marx que –en diversos textos. pero en particular en el Libro primero de El Capital– ha explicado que el cuerpo tiene una historia social. Y decir esto significa tener en cuenta los signos que la jerarquía económica y social del capital imprime sobre estos cuerpos. Aunque Marx no lo haya explicitado específicamente, me parece que se puede hablar de un "cuerpo-clase". Y es justamente sobre este "cuerpo-clase" donde apunta la tortura.
Yo digo que el primero en hablar de biopolítica fue Marx, cuando considera al cuerpo dentro de la fábrica, en el trabajo, en tanto cuerpo que tiene una historia social. No son cuerpos sujetados por un poder genérico; son cuerpos que desarrollan una cierta tarea, cuya musculatura incluso está moldeada por los movimientos a los que se encuentra sometido en esa labor.
En su libro, Iside escribe al respecto: “Es una corporeidad que es manipulada por el capital, que, en todos los aspectos, está subordinado a sus tendencias y procesos. A partir de esta idea de corporeidad, Marx ’pone en escena otra biopolítica’ que no excluye del análisis el papel del Estado, los técnicos, el poder y el derecho, sino que completa el cuadro colocando en él otros elementos, capaces de visibilizar los signos y jerarquías que impone el capital. Al poner en juego la biopolítica marxista -dentro de la cual los cuerpos no son meros cuerpos sino cuerpos-en-el-trabajo- también podemos construir un punto de vista particular sobre la tortura: ésta, ahora se puede observar como un fenómeno social ubicado dentro de la dinámica del mercado, porque los cuerpos de los torturados, tanto antes como después del acto de tortura, están objetivamente inmersos en estas dinámicas” [2].
Iside despliega varios ejemplos históricos y luego sentencia: “En cada intento de reestructuración del sistema capitalista, la tortura entra en juego”.
¿Cómo se vincula esto con tu trabajo sobre migraciones?
Siempre la violencia intensa y constante contra los inmigrantes toma la forma de la violencia de la tortura. Hay una relación íntima entre racismo y tortura, una relación histórica que nace y se solidifica con el colonialismo y que hace de la tortura la extrema verdad del racismo. Es Sartre el que hizo una definición más audaz y rigurosa de racismo como violencia. No lo considera una ideología, como hacen otros teóricos. Sartre, en cambio, dice que el racismo es una violencia justificada con una ideología. No se puede pensar solo como ideología, porque siempre el racismo es una operación material. El racismo como ideología lo puedo pensar; pero el que ha sufrido el racismo en su propia piel, lo vive, ante todo, como violencia, ya sea material o simbólica. Si te sitúas a las espaldas del ejército colonial imperialista sentirás solo palabras racistas, ideología; pero si te pones delante de ese ejército, si eres la víctima, sentirás toda la violencia. La fuente primaria de esa violencia es el Estado y en un sistema de producción capitalista, esa violencia está subordinada al desarrollo del capital.
En las palabras de su libro: “Para robar las tierras y los recursos de las colonias, así como para aprovechar la mano de obra local, era necesario crear un sistema que fuera capaz de reducir a los colonizados a sub-humanos, cosas, trabajadores sumisos y obedientes. La respuesta a esta necesidad estructural del colonialismo fue el racismo; reitero, no un racismo entendido como un simple miedo al otro, ideología o creencia, sino un racismo-operación que se basaba enteramente en la violencia, que era en sí mismo violencia, una violencia compleja con una justificación arraigada” [3].
La conversación nos lleva a las revueltas en EE. UU. contra la policía. Iside reflexiona sobre cómo Trump utiliza la misma estructura "opaca" –por fuera de la ley– que usa en la frontera con México contra los inmigrantes latinoamericanos, ahora contra los manifestantes convertidos en el "enemigo interno". Me comenta que sigue las publicaciones de Left Voice y que coincide plenamente con sus análisis y planteamientos.
Nos desplazamos a los rebrotes del coronavirus en el Estado español, localizados en los lugares donde se concentran los trabajadores temporeros agrícolas. En algunas regiones del sur de Europa, son trabajadoras y trabajadores marroquíes y de otros países africanos. Pero también hay migrantes que provienen de los estados del Este que, alguna vez, estuvieron bajo la órbita de la ex Unión Soviética. Trabajadores rumanos, polacos no consiguen que el color de su piel impida la discriminación de la Europa occidental y la superexplotación de las patronales agrarias. A propósito de esto, recuerdo que Iside nació en Albania y emigró a Italia en 1991, con su familia, a sus dieciséis años.
¿Qué recuerdos tenés como migrante albanesa en Italia? ¿Cómo fue mudarse de un Estado obrero burocrático a un país capitalista?
No hablo mucho de ese período. Italia era muy conocida a través de la televisión. Estábamos muy informados, porque mi familia tenía una antena que nos permitía ver la televisión italiana. Era clandestino, ¡pero de masas! Se tapaba la ventana con una cortina oscura, porque la transmisión de la televisión albanesa terminaba a las diez de la noche; por lo tanto, desde afuera no tenía que verse que había televisores encendidos después de esa hora. Además, mi padre, que era profesor de lengua, me había enseñado italiano; así que cuando llegué hablaba perfectamente. Eso hizo que el shock de desorientación, de la incapacidad de descifrar el código de los otros, fuera menor.
La crisis económica en los países estalinistas –mal llamados del "socialismo real"–, ya llevaba varios años. Se podía comer un kilo de carne por mes, por familia de cuatro personas. ¡Y ni siquiera eso estaba garantizado! En mi memoria tengo recuerdos de pasar muchísimas noches con mi hermano haciendo fila para estar temprano y poder adquirir los alimentos antes que se terminen.
El clima era de un Estado dictatorial, basado en la represión que tenía, a todo nivel, un aspecto de locura irracional. Era un control social capilar a todo nivel, extendido a tal punto que era difícil no volverse loco; porque había vecinos que denunciaban no solo cuestiones estrictamente políticas, porque también entraban a jugar cuestiones personales, banales, celos, envidia… Por lo tanto, te encontrabas con un número exorbitante de "enemigos del pueblo", verdaderamente difíciles de encuadrar en el sentido estricto. Eso mismo hacía que el sistema fuera ingobernable. Porque si la mitad de la población son espías, no los controla nadie. Queda todo a cargo de la decisión discrecional del funcionario que lo decide todo. El modelo de represión estalinista en Albania ha sido el más paroxístico que existió en todos los países del "socialismo real". Mi padre fue denominado "enemigo del pueblo", era escritor, un anárquico, que estudió en la Unión Soviética después de la guerra, donde se formaban los cuadros del Partido Comunista. Enseñaba en la universidad y mi madre era comisaria política del Ministerio de Instrucción. El hermano de mi madre estuvo en la cárcel por razones políticas, mi abuelo fue expulsado del partido aunque había sido comisario político de la Brigada Gramsci en la resistencia contra el nazismo [4]. Toda la vida fueron señalados como comunistas que no aplicaban bien "la lucha de clases". A mi padre le prohibieron hablar en público, no podía publicar y lo expulsaron de la universidad y de la escuela donde dictaba clases; entonces terminó trabajando, durante muchos años, como obrero en una fábrica de plásticos. A mi madre la degradaron a maestra primaria por estar con mi padre. Tenía que dar clases en un lugar perdido, al que debía ir caminando durante tres horas, porque no había transporte; salía de mi casa a la madrugada y llegaba a la noche.
Si una persona iba a la cárcel, el estigma recaía sobre todo el clan familiar. En cierto punto, esta política entró en crisis porque eran apenas dos millones de habitantes; entonces, en determinado momento ¡todos estaban penalizados por la represión! Por lo tanto, yo tuve numerosos episodios… Por ejemplo, no pude ser electa representante de mi clase por mis compañeros. Una vez, me eligieron y la dirección de la escuela anuló la elección; se volvió a realizar la votación y mis compañeros me volvieron a elegir, así que vinieron con la policía a la clase y, en el tercer intento, votaron a otra chica. Muchos docentes no me ponían notas altas, aunque fuera buena alumna, para que no se pensara que estaban favoreciendo a una "enemiga de la lucha de clases". En Albania no tenía derecho a ir a la universidad, porque ese derecho te lo daba el partido y decidía qué estudiabas según las necesidades del Estado. Esa también fue una de las razones porque mis padres decidieron que migráramos.
Pero hay una cosa que, después de poco tiempo de estar en Italia, comprendí que era una diferencia radical entre esta sociedad y la sociedad albanesa. Con toda la crítica feroz que puedo hacer del estalinismo, aquella era una sociedad en la que, tanto la generación de mis padres como la mía, no habíamos tenido una "experiencia patronal". El Estado era como un propietario, sí; pero esto era algo muy abstracto. Por lo tanto, había una incapacidad antropológica, tanto mía como de mis padres, para concebir una relación humana y social en la que el capital formara parte. En Albania lo que hacía la diferencia era el estatus social, por ejemplo, ser dirigente del partido; pero no era el capital el que hacía la diferencia. Trabajar en un negocio, en una empresa, bajo la autoridad de un patrón, era algo verdaderamente difícil de comprender, incluso de aceptar. No se trataba de una cuestión de rebelión social, sino de un extrañamiento total. Creo que de aquello nace una cierta reputación muy negativa que se formó rápidamente, en los años ’90, sobre los inmigrantes albaneses en Italia a quienes se los considera ingratos, como gente que no reconoce los favores que se le hacen, que no son obedientes y que piensan con su propia cabeza. Evidentemente, estas características eran un problema en Italia. ¡Los albaneses reconocían la autoridad de un director, pero no de un propietario!
La conversación nos lleva a la religión y al ateísmo de Estado de Albania. Hablamos de su bisabuela turca, joven musulmana que huyó en 1900 a Albania para no ser casada con un hombre mayor. También de su bisabuelo, que fue norteamericano-irlandés. Entre tantas aventuras del clan familiar, le digo que en realidad debería abandonar los ensayos sociológicos y arriesgarse a escribir una novela. Riéndose me dice que los meses de confinamiento por el coronavirus podrían haber sido un buen momento, pero que la multiplicación del trabajo doméstico habría sido un gran obstáculo.
"Esta es la primera vez que hablo de mi experiencia", me confiesa Iside. Entonces, le agradezco esa confianza. Después de todo, de esas experiencias, desarraigos, memorias y recorridos también está hecho su prolífico trabajo como socióloga, docente e investigadora y también su compromiso de lucha por uno de los sectores más explotados de la clase trabajadora europea, como son los inmigrantes.
“Cabe señalar que la tortura no es un hecho antisocial, sino un hecho determinado por las relaciones sociales. La tortura –prohibida, criminalizada y condenada en todas partes– se nutre, por lo tanto, de fuerzas y presiones que nacen en las entrañas del sistema productivo y de las relaciones sociales que lo acompañan; el derecho, la moral, la ética y la política no son meras barreras que hay que sortear o, cuando es necesario, derribar. Si no se eliminan las condiciones estructurales que hacen invencible la tortura, hablar de su abolición siempre será una mentira” [5].
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