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Red Internacional
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Tribuna Abierta. Reinas de la Vendimia: belleza, patriarcado y banalidad

Ninguna realeza es buena para el pueblo, ni siquiera aquella que, como la de estas latitudes cuyanas desde donde escribo, se reduce a un simple simulacro, a una ficción festiva y un adorno del protocolo oficial. Ya se sabe: la monarquía vendimial de Mendoza no es teocrática, ni hereditaria, ni vitalicia. Tampoco es absolutista, ni constitucional. No hay en ella derecho divino, ni dinastías, ni autocracia, ni potestad política alguna. Se reina pero no se gobierna, y la corona muda de cabeza todos los años.

Viernes 9 de marzo de 2018

La realeza vendimial mendocina es, pues, respetuosa del régimen republicano. Lo es, sin dudas, en la letra. Pero no en el espíritu. Por muy imaginaria que sea una institución monárquica, su sola existencia mancilla los principios democráticos de libertad e igualdad. Igual que muchos cuentos de hadas del folclore centroeuropeo, la realeza vendimial conlleva (y concita) una idealización romántica de la figura mayestática. Constituye un anacronismo cultural, un tributo nostálgico a la sociedad autoritaria y jerárquica del Antiguo Régimen. Su origen la delata: es una tradición inventada por el neoconservadurismo ganso de tendencia azul o antiliberal (en concurso con el revisionismo histórico de derecha) durante la segunda mitad de la década del 30, en pleno auge mundial del nazifascismo y los nacionalismos autoritarios.

Pero no es esta faceta la que me interesa abordar aquí, sino otra. No es el monarquismo de la Fiesta de la Vendimia lo que deseo pensar críticamente ahora, sino su sexismo. La identidad mendocina ha sido construida, en gran medida, sobre el adagio esencialista “Mendoza tierra del sol, del buen vino y de las bellas mujeres”, trinomio pegadizo que conjuga el autobombo provinciano con la naturalización de los mandatos de género. ¿Cabe alguna duda de cuánto debe este adagio machista su popularidad al gran certamen de marzo? El decreto provincial 87 que instituyó la Fiesta de la Vendimia, firmado por el gobernador Guillermo Cano, ya lo preanunciaba todo. La finalidad de esta celebración sería “exaltar a la uva, al vino y a la belleza de Mendoza”. La mujer inventariada como una posesión más del patrimonio mendocino, como una atracción turística más del paisaje cuyano, como un complemento estético de la vitivinicultura…

Hay que tener el alma impasible de un estoico para soportar año tras año, con paciencia y sin fastidio, la elección de las reinas y virreinas de la Vendimia. Tuvimos la última este verano, y fue la octogésima segunda… El certamen representa, a todas luces, un espectáculo machista y androcéntrico, estrechamente ligado al imaginario social del patriarcado; un show que cosifica a la mujer y que, por ende, atenta contra su dignidad. Que esta retrógrada tradición perviva en pleno siglo XXI debiera preocuparnos y avergonzarnos, indignarnos y rebelarnos.

Pero esto no es todo: está además el cholulismo. Tenemos que digerir, por si fuera poco, la fascinación bobalicona sin límites de los medios masivos de comunicación y sus animadores de turno, de la dirigencia política y de las fuerzas vivas, del público presente y también del ausente, con toda su verborrea insufrible de frases hechas, comentarios admirativos, cursilerías demagógicas y reflexiones pacatas. Y de yapa (no lo olvidemos), el deslumbramiento real o fingido de una legión de visitantes foráneos, tanto «ilustres» como anónimos.

Y para colmo de males, la contradicción flagrante, la más grosera incoherencia, el odioso doble discurso: miles y miles de personas que durante todo el año consumen hasta el empacho best-sellers de autoayuda sobre espiritualidad express y misticismo light, y que nunca se cansan de repetir, con fatuos aires de sabiduría, la misma cantinela moralista sobre el tópico de la belleza (la verdadera belleza es la belleza interior, lo esencial es invisible a los ojos, la hermosura no es un mérito porque no requiere talento ni esfuerzo, lo importante no es el cuerpo sino el alma, etc. etc.), de golpe se entregan en actitud de rebaño, sin asomo de culpa y con absoluto desparpajo, a un frívolo y vulgar circo de masas cuya razón de ser es la premiación de la «lindura» femenina en su dimensión física más burda y estereotipada. De repente, las caretas se caen; y todos los clichés que se han rumiado durante el año para presumir que se posee una «filosofía de vida» profunda y ejemplar, quedan arrumbados en el olvido. De aquella «lucidez sapiencial» exhibida más de una vez ante parientes y amistades en charlas de café y sobremesa (una suerte de vulgata de moral católica con oscuras reminiscencias platónicas y algunos retoques posmodernos de teosofía oriental), ya nada se recuerda. Cuando el certamen vendimial de belleza comienza a rodar, los remanidos ideales del soma-sema y del vanitas vanitatum aprendidos de memoria durante la infancia en los cursos parroquiales de catequesis, nunca o rara vez concretados en los actos de la vida diaria, se vuelven tan extraños y ajenos a la conciencia que ni siquiera son objeto ya de una evocación retórica.

Claro que algún resquicio de remordimiento inconsciente hay, y por ello periodistas y candidatas, en su repertorio trillado y encorsetado de preguntas y respuestas, nunca olvidan hacer gala de preocupaciones más elevadas o espirituales, como los estudios terciarios, el bilingüismo, las preferencias en materia de lectura, los hobbies artísticos, la sensibilidad y bonhomía, los afectos personales, la devoción por la familia, el sentido del deber, los grandes proyectos de vida, el patriotismo, el amor por Mendoza y por el terruño departamental, el civismo, la fe en Dios, el compromiso social y la mar en coche. Preocupaciones pour la gallerie que, por su acartonada solemnidad, su forzada o difusa (cuando no fallida) exposición, y su tono torpemente hiperbólico, generan mucha más hilaridad o vergüenza ajena que confianza. Resulta difícil no ver en toda esa verborragia ritualizada un esfuerzo patético dirigido a tratar de disimular lo indisimulable: que las candidatas a reina de la Vendimia no investigan como Marie Curie, ni filosofan como Simone de Beauvoir, ni escriben como Virginia Woolf, ni pintan como Frida Kahlo, ni cantan como Violeta Parra, ni militan como las hermanas Mirabal, porque la suya es una conciencia alienada de Barbie girls, una subjetividad colonizada por los mandatos sociales de género, tanto estéticos (cuerpo esbelto, rostro siempre producido y sonriente, vestuario y accesorios fashion, peinado sofisticado, etc.) como existenciales (noviazgo romántico con un príncipe azul, boda magnífica, luna de miel inolvidable, matrimonio por siempre feliz, hogar confortable, prole numerosa y demás ilusiones color rosa).

No tengo nada personal contra ellas. Ningún resentimiento me mueve a escribir estas líneas. Y no pierdo de vista que ellas no dejan de ser víctimas de la cultura patriarcal y hedonista imperante. Pero si nos abstuviéramos de criticarlas, flaco favor les estaríamos haciendo. Porque la crítica sociológica, filosófica y, en última instancia, también política (en el sentido más amplio de esta expresión), cuando tiene por objeto la deconstrucción y el develamiento de las estructuras sociales de dominación en pos de una convivencia humana más libre e igualitaria, nunca es perniciosa aunque duela, fastidie o enfurezca. Por otra parte, alguna cuota de responsabilidad les cabe, porque, como bien lo explicó Sartre, las personas nunca se limitan a ser nada más que lo que la sociedad hizo de ellas. Siempre son también lo que hacen. Las personas son, pues, lo que hacen con lo que la sociedad hizo de ellas.

Una digresión: ¿y la Iglesia católica de Mendoza? ¿Dónde está su preocupación moral por la escala de valores de sus ovejas? ¿Cuándo el clero y el laicado de esta provincia han criticado la escandalosa vanidad de un certamen que galardona lo superfluo (el atractivo exterior) y relega lo esencial (la virtud interior)? Nunca. Muy por el contrario, se suman con entusiasmo a la gran comparsa vendimial, haciendo a un lado sin pudor las enseñanzas éticas del Evangelio. La moralina edificante se la deja para otras ocasiones: la cruzada contra las relaciones prematrimoniales y los métodos anticonceptivos, la «guerra santa» contra la educación sexual y la laicidad escolar, la condena del divorcio vincular y del matrimonio igualitario… ¡Cuánta arbitrariedad y disparidad de criterios hay en su brega moralizadora!

Premiar la belleza física es algo extremadamente banal, y premiarla en las mujeres, algo perversamente sexista. La hermosura (o mejor dicho, la posesión de un rostro y un cuerpo que se ajustan a ciertos estándares de hermosura históricamente determinados) es una mera herencia genética, un atributo sin mérito ni ninguna utilidad social genuina, dado que no requiere talento ni esfuerzo (salvo que, por supuesto, con laxitud e indulgencia consideremos talento la obsesión por agradar a los varones, y esfuerzo las horas dedicadas a tal propósito), ni tampoco contribuye al desarrollo del género humano. Y una herencia genética, un atributo sin mérito ni ninguna utilidad social genuina, no es algo que deba ser galardonado. Menos que menos cuando las premisas, los criterios y el contexto mismo de la premiación están totalmente viciados por la lógica de dominación del patriarcado, y resultan plenamente funcionales a la reproducción de un orden cultural que relega a la mitad de la población a una situación social de inferioridad y heteronomía.

Otra breve digresión: cuánto tiene de arbitrariedad cultural la beldad premiada en la Fiesta de la Vendimia, es algo que se comprueba fácilmente haciendo un racconto histórico-fotográfico desde 1936 en adelante. Las primeras candidatas, por caso, no eran de figura tan grácil como las de hoy. En aquel entonces, el ideal de cuerpo femenino no hacía de la delgadez extrema una pauta excluyente. Se podía valorar, inclusive, que las candidatas fueran cosechadoras (como Delia Larrive Escudero, la primera reina), y tuvieran, por consiguiente, brazos robustos. En “La más bella de los viñedos. Trabajo y producción en los festejos mendocinos (1936-1955)”, un artículo incluido en el libro Cuando las mujeres reinaban: belleza, virtud y poder en la Argentina del siglo XX de Mirta. Z. Lobato (Bs. As., Biblos, 2005), Cecilia Belej, Ana Laura Martín y Alina Silveira echan bastante luz sobre esta cuestión, a partir de su minuciosa pesquisa de archivo con fuentes periodísticas. Su lectura es muy recomendable.

Un método muy sencillo para que los varones (al menos para aquéllos que, en teoría, aceptan el principio de igualdad de derechos entre los sexos) comprendan de una buena vez cuán degradante e inadmisible resulta un certamen femenino de belleza, es el viejo e infalible método de ponerse en los zapatos de quienes están en esa situación cuya negatividad, desde afuera, no se está pudiendo advertir. Si cerraran los ojos e imaginaran por unos instantes (tomándose el ejercicio en serio y no a la chacota) un certamen masculino de belleza, un concurso de «lindura» protagonizado por ellos mismos ante miles y miles de miradas escrutadoras, con seguridad se sentirían extraños, incómodos, ridículos, avergonzados, humillados… Y ese cúmulo de sensaciones, aunque en sí mismo no constituya ninguna panacea, sin duda representaría un excelente punto de partida para iniciar un itinerario de reflexión crítica y autocrítica que bien podría desembocar, con el tiempo, en una concientización y recapacitación.

Si vamos a premiar, premiemos entonces el arte independiente, la filosofía crítica, el conocimiento científico y la inventiva tecnológica con fines altruistas, el activismo por la paz y los derechos humanos, la lucha contra la trata y la prostitución, el ejercicio no mercantilizado de la medicina, la vocación docente y el trabajo social con miras emancipatorias, la comunicación alternativa, el deporte amateur, la defensa del medio ambiente y la preservación del patrimonio histórico, el sindicalismo de base y la autogestión obrera y muchas otras manifestaciones de la autorrealización humana cuya enumeración exhaustiva resultaría imposible. Pero nunca, jamás, en ningún caso y bajo ningún punto de vista, la belleza corporal. Porque el honor de las personas debiera siempre depender de lo que hacen y nunca de lo que les ocurre. Y la «lindura», a diferencia de un buen libro o una sublime sinfonía, de una preciosa artesanía o un jaque mate memorable, de un revolucionario hallazgo de laboratorio o una proeza de la ingeniería civil, de un discurso político que hace historia o una gran exhibición de patinaje artístico, no es algo que se realiza sino algo que, simplemente, sucede. A no ser, claro, que en un desvarío creamos que los genes son personas dotadas de conciencia y voluntad.

En este escrito, como en otros (¿Qué hacemos con Halloween?, por ejemplo), he intentado actualizar una vieja tradición intelectual muy caída en desuso con el advenimiento de la posmodernidad, y que juzgo muy necesaria, muy fecunda para la libertad e igualdad: la crítica ilustrada de las costumbres. Montesquieu y sus Cartas persas han sido mi faro, mi fuente principal de inspiración. Dejo constancia de esta deuda filosófica.