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Red Internacional
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La “Salud pública modelo” del socialismo santafesino

Miércoles 3 de septiembre de 2014

Javier tiene mala cara. Está pálido, ojeroso.
Anoche no durmió. Un dolor abdominal lo tuvo en vela, entre la falta de apetito y los vómitos, esperando a que se le pase de una vez.
Tiene 22 años, es obrero de la construcción y no tiene obra social. Ayer fue a trabajar aunque sentía un fuego en la boca del estómago; tenía miedo que lo echen si faltaba.
Hoy no aguanta más. Son las 6 de la mañana y decide consultar al médico.
Se viste y va hasta la parada del colectivo. Espera 45 minutos para subirse a un viaje de otros 45.
Llega a la guarda del hospital. Está repleta.
Espera sentado durante una hora y media. Finalmente, lo hacen pasar a un consultorio diminuto, en el que hay 4 médicos jovencitos; dos de ellos están revisando a una señora sentada en una silla. A él le toca la camilla.
Le hacen las preguntas de rigor (cuándo empezó el dolor, cuántas veces vomitó, tuvo fiebre, etc…).
Le tocan la panza (cómo le duele!). Le preguntan si vino con alguien. Dice que no, que su señora entraba a trabajar a las 8 y no lo podía acompañar.
Le avisan que va a quedar internado en observación. Le ponen un suero, le sacan sangre y lo llevan a otro consultorio (un poco más grande) dónde hay 7 personas más, dos sentadas por cada camilla. Le dan un frasquito, le señalan el baño y le dicen que junte una muestra de orina. Obediente, Javier pasa al baño que lo recibe con un olor nauseabundo.
Le avisan que le van a hacer unas placas y una ecografía. Que no puede tomar ni comer nada.
Y así se queda. Pasa una hora, pasan dos. Escucha, a través de la pared algunos gritos enojados de gente que está afuera, harta de esperar; de familiares que se quejan porque no les dan informes.
Viene el médico a preguntar si lo llevaron a hacer las placas. No, Javier no se movió de ahí. El médico (que tendrá 3 o 4 años más que él) se va puteando bajito. Vuelve al rato con una silla de ruedas y haciendo un esfuerzo (se nota que está cansado) esboza una sonrisa y le dice “vení que te llevo yo”.
Lo llevan a hacer las placas. Y en el mismo viaje le hacen la ecografía. Nadie le dice que resultados dieron, que pasó con la sangre que le sacaron; está asustado, pero no se anima a preguntar, no quiere molestar.
Terminado el recorrido lo depositan de nuevo en la habitación, que aumentó su población; ahora hay 10 personas, algunas en las camillas y otras en sillas. Lo sientan en una silla y le dicen que espere. A él le sigue doliendo la panza y sigue teniendo miedo.
Pasa una hora, pasan dos, siguen pasando y ya ni las cuenta. Le manda un mensaje a su esposa, espera que ella pueda leerlo sin que se den cuenta en el trabajo. Le dice que está bien, que está en observación, que no sabe hasta qué hora se va a quedar. No dice nada más porque no sabe nada más.
Viene un médico distinto a los de antes. Dice que es del servicio de cirugía. Le pregunta si le sigue doliendo la panza (“Sí, mucho”). Le hace las mismas preguntas que le hicieron antes. Lo acuesta (“señora, esperaría parada un minuto así lo revisamos? Gracias”) y le toca de nuevo la panza. Dice “Bueno, bueno” y se va. Javier vuelve a quedar sentado, esperando.
Al ratito viene otra vez uno de los médicos jóvenes del principio, acompañado por uno más grande. Le dicen que lo están evaluando, que no queda claro el cuadro. Que podría ser una apendicitis. Que esta noche va a quedar en observación (“Acá?” pregunta Javier, mirando la camilla dura y el consultorio repleto; “Sí” contesta el médico) y mañana lo van a volver a evaluar.
Javier se queda sentado, esperando. Cada tanto pasa el médico joven a preguntarle cómo está; “lo que pasa es que no tenemos camas, estamos saturados” le explica, como pidiéndole perdón. De a ratos lo ve pasar corriendo, con cara de cansado.
De golpe suena el celular. Javier estaba entre dormido, todavía sentado. “Mi amor, recién salgo del trabajo, cómo estás?”. Su señora está preocupada. Ella le dice que va a ir a verlo, que deja a los chicos en lo de la abuela y va para allá.
Con las horas el consultorio se vacía un poco, Javier se puede acostar en la camilla dura. Tiene frío y está incómodo, pero por lo menos no está sentado. Pasa el mismo médico joven, le toca la panza de nuevo (le sigue doliendo). Le hace algunos chistes, hablan dos minutos de fútbol y se vuelve a ir.
Es de noche ya. Ve entrar al consultorio a su señora acompañada de una enfermera (“cinco minutos nomás, que no se pueden quedar los familiares”). Charlan un ratito. Le dice que se vaya, que no pase la noche en la sala de espera; mañana tiene que trabajar (“mirá si te echan!”). Le da un beso y Javier vuelve a quedar solo.
Y pasa la noche, y no vomita, y el dolor va cediendo.
Se descarta la apendicitis y Javier se va de alta.
¿Cómo hubiera sido este “viaje” si, en lugar de ser asistido en un hospital público hubiera ido a uno Privado? (¿o deberíamos hablar de Enfermedad Pública y Enfermedad Privada?).
Quizás no habría habido demasiadas diferencias si su Obra Social hubiera sido la de la Construcción o la de Servicio Doméstico o el PAMI…
¿Cuál es el concepto de Salud que tan pomposamente recitan nuestras autoridades?
La provincia de Santa Fé es una de las provincias con menor número de camas de internación; sólo 3 cada mil habitantes ( http://www.lacapital.com.ar/ed_impresa/2011/7/edicion_974/contenidos/noticia_5351.html ). Y no se trata sólo de números, cualquiera que recorra las habitaciones de hospitales como el Centenario o el Provincial de Rosario puede ver la situación de hacinamiento de los pacientes, que pasan días y días en habitaciones destruidas.
Una salud “para pobres”, donde se convive con falta de insumos, hacinamiento, despersonalización, calidad de atención dependiente de la empatía del personal, médicos sobrecargados y con escasas horas de sueño, y una salud “para ricos” dónde los sanatorios cuentan con servicios de hotelería, las esperas para la atención son mínimas y las habitaciones (privadas) tienen televisores de pantalla plana.