La idea de “profesionalizar” a les docentes se ha mantenido en las políticas educativas de los distintos gobiernos. Mientras debaten los “requisitos mínimos” de la presencialidad, meten más ajuste y flexibilización. La pandemia no puede ser excusa para seguir avasallando la educación pública.
Domingo 5 de julio de 2020 00:00
La transformación educativa de los 90 mantuvo como propósitos la reconversión en función de la aplicación de nuevos criterios y modelos, acreditación tanto individual como institucional, desarrollo de nuevas funciones para las instituciones formadoras y el establecimiento de una nueva carrera docente han sido desde entonces las bases de una creciente flexibilización laboral. La conceptualización sobre el colectivo docente descansó sobre su no saber experto permitiendo así su profesionalización despojada de todo valor ético - social y sobre una supuesta autonomía que logró una interpelación individualizante y meritócrata. La lógica mercantilista supuso a la educación un bien de consumo, a estudiantes como consumidores y a docentes como productores mientras que la composición de la industria educativa determinó la competencia. El corrimiento de la función del Estado significó en política educativa garantizar el acceso (LFE. art 3) mientras solo se reconocía como responsable principal e indelegable en “fijar u controlar el cumplimiento de la política educativa” (art 2) implicó el aumento de la gestión privada de instituciones educativas y la fuerte introducción de las recomendaciones de los agentes de crédito instalando la cultura de la evaluación y la rendición de cuentas. Este mismo corrimiento a favor de la introducción de la lógica privada se presenta en la privatización de empresas de servicios públicos con su consecuente aumento de desempleo y flexibilización laboral.
El inicio del 2003 con un gobierno de nuevo signo dio comienzo a un supuesto discurso crítico de las políticas neoliberales iniciadas en los 90. La centralidad asumida por el estado nacional tuvo su correlato en considerar (de discurso) a la educación como un bien público, derecho personal y social garantizado por el estado (LEN art 2), prioridad nacional (LEN art 3). Para el caso de la formación docente se creó el INFD con acciones tendientes al desarrollo profesional. Sin embargo los discursos grandilocuentes quedaron en eso, dado que la idea de profesionalización docente noventista tuvo un correlato en la idea de desarrollo profesional y se mantuvieron grados enormes de marginalidad y exclusión, la desigualdad entre provincias y regiones y la fragmentación/segmentación del sistema educativo. El desarrollo profesional mantuvo la tensión entre la articulación del sistema formador en un marco federal y la persistencia de políticas centralizadas que desde la voz de los expertos formadores no impactaron en los procesos de formación ni en las culturas institucionales.
La cultura de la evaluación desde prescripciones bancomundialistas volvió a cobrar protagonismo sin tapujos desde 2015. La Nueva Gestión Política instaló en los medios de comunicación un discurso de desprestigio a la educación pública dando a conocer las falencias del sistema educativo a partir de una selección de datos duros obtenidos en evaluaciones estandarizadas (por demás cuestionadas) que justificaron el desarrollo de nuevas formas de privatización. El desprestigio se configuró como el mecanismo que justificó el ítem aula en Mendoza, ítem extorsivo por el cual exponemos nuestras vidas trabajando aún enfermos, que además coarta nuestro derecho a parar.
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¿Volver? ¿Cómo y con qué derechos?
Actualmente, la batería de recomendaciones, la pandemia de cursos y charlas vía streaming, los webinar plagados de meritocracia bancomundialista y el coaching de las neurociencias en educación no solo intentan simplificar a estándares cuantificables la complejidad del trabajo docente sino que propone una formación docente sin participación.
Nuevamente son las propuestas tecnocráticas las que inundan el discurso educativo y las políticas de formación. Los discursos utilizan el término aprendizajes en lugar de competencias para el mercado global; calidad de la educación, en vez de mediciones estandarizadas de desempeño; sociedad civil como forma genérica para nombrar a las grandes empresas y sus fundaciones; redes, para mentar la influencia de las corporaciones de negocios en las políticas educativas; o innovación, concepto utilizado en lugar de reforma gerencial de la educación. Mientras se firman y aplauden lineamientos federales para el retorno a clases presenciales que responsabilizan a docentes sobre las medidas sanitarias y pedagógicas, en una clara actitud inconsulta que le da la espalda a quienes hacemos cada escuela, mientras un grupo de especialistas de escritorio ensaya discursos grandilocuentes sobre la escolarización en tiempo de pandemia, mientras funcionarios nos niegan paritarias y aguinaldo avasallando nuestros derechos, mientras tenemos que escuchar que la solución en las escuelas es “más lavandina” hemos sido los y las docentes quienes le pusimos contenido, modo y acompañamiento a este sistema educativo cada vez más criticado y cada vez más evaluado/controlado por tecnócratas.
Ni los discursos ni las políticas educativas concluyen sobre la cantidad de estudiantes que necesitan trabajar para mantenerse en el sistema (ni lo han hecho sobre la importancia que tendrían el boleto educativo gratuito o la creación de jardines maternales en las instituciones formadoras). Ningún discurso ni política educativa da cuenta del impacto que los bajos salarios docentes tienen sobre las condiciones de vida que trabajadores y trabajadoras tienen que afrontar manteniendo doble o triple jornada laboral, trabajando aún con alguna enfermedad para no perder el ítem aula. Tampoco sobre los costos de mantener este intento de educación no presencial ni los que implicarán la “curiosa” novedad de la bimodalidad, contribuyendo así a la precarización de las condiciones de trabajo. Ningún operativo de evaluación ni política educativa ha dado cuenta de la importancia de inversión en educación más allá del piso del 6% del PBI ni ha puesto en duda la educación privada con el consiguiente poder de injerencia que mantienen en la formación, sino que se ha mantenido la mirada ajustadora neoliberal mediante magros presupuestos o subjecución.
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Ninguna política centrada en la evaluación externa, los incentivos, las recetas del saber experto o las prescripciones de las agencias de crédito podrá dar respuesta a una formación docente que democratice las instituciones educativas, priorice los modos de participación real de docentes y estudiantes en espacios públicos y mantenga en consenso la reflexión pedagógica como eje en la definición del sistema educativo.
El debate aún pendiente es de qué manera el derecho a la educación puede garantizar que cada estudiante goce de las herramientas de construcción de futuro para una sociedad igualitaria en donde el multiplicador no sean las ganancias de empresarios o agentes internacionales de crédito sino el acceso a mayores niveles de derechos y libertades, en un sistema formador único y estatal que imposibilite segmentaciones sociales, culturales, de género a la vez que signifique la calidad desde la construcción de conocimientos científicos, libre tanto de la lógica oferta- demanda como del oscurantismo religioso privado, y sobretodo liberador en tanto brinde el juicio crítico que les estudiantes aspiran construir.
La pandemia otra vez nos da la posibilidad de debatirlo. Hay que hacerlo, en forma democrática, en común con estudiantes y sus familias, para que no sean otra vez gobiernos, empresas, burócratas de vario tipo e iglesias quienes impongan qué pasa en la educación.